El tabú que se silencia
El
suicidio, ese tabú que silencia la sociedad y sombra (irracional) de la razón,
con la mísera justificación de no provocar un “efecto Werther” pero, que parece
más confinado del debate y los medios, con el fin de no asumir la parte de
responsabilidad y culpa que el sistema (dentro de nuestra sociedad) y su
estructura, puedan tener.
Afrontemoslo,
además de aquellos casos atribuibles a una enfermedad, cuyo estudio incumbe a
la psiquiatría o a la psicología (que los calificara como dentro de lo
razonable, clínicamente hablando, y por lo tanto normal), existen otros tipos
de suicidio, que no se producen empastados de subjetividad en mentes,
pretendidamente poseídas por alucinaciones, y afectadas, nos dicen: por
su dificultad para gestionar las propias emociones y su relación con una
sociedad perversa, o avergonzadas hasta el terror ante la posibilidad de
afrontar el repudio o el desenlace material de un fracaso o de un fraude;
y, para las cuales el recurso a la muerte, más que un autocastigo, es una
reacción de huida, esta vez ante la justicia mundana de la sociedad y del mismo
cerco de su razón (Sócrates no comulgará con ruedas de molino, no renunciará
a ser, en la muerte, antes que a no ser en la
vida). Me refiero, por lo tanto a esas otras personas que deciden poner
fin a su vida º< desde la lucidez y la plena conciencia de la repercusión que su
muerte podrá causar, y que no podemos tomar por tanto fruto de la alienación o
del egoísmo, como muchas veces se pretende, después, de un diagnostico clínico.
Pues, no implica una huida de la vida debido a la cobardía, sino precisamente
desde la serenidad de quien opta, no por escapar, sino por verdaderamente
“salir” de forma voluntaria del que resulta es el peor de todos los mundos
posibles, en el que ser, es ser lo que otros te digan.
Un
mundo, para ellos en el que la existencia no tiene sentido si no pueden ser
(ellos mismos); pues no escogieron nacer a este ingrato lugar, donde el dolor y
la angustia, siempre, prevalecen sobre las alegrías; un escenario fatigador al
que se han visto obligados a subir sin que se le solicitara su consentimiento
y, frente al que sólo queda la libertad de elegir, entre aquello que supone
vivir, sometido a otra voluntad: dolor y sufrimiento (y a la no
realización personal), o bien renunciar a todo, incluso a la propia vida: a
la posibilidad de ser, ante la oposición general del ente (de la forma) social;
y (esta es la punta visible de un iceberg: de ahí que se oculte) que representa
un lado del fracaso (la sombra) de aquella utopía iluminista, convertida hoy más
en una sociedad codificadora, e irracional-humanista, pero inhumana—frente a
las esperanzas: necesidades reales, valores y libertad del ser humano—, consistente
en el cálculo de los efectos y en la técnica de producción y difusión (de la
moda/ necesidades/ carácter cíclico) y del poder que controla la técnica, donde
la ideología o moda se agota, según su propio contenido en la fetichización de
lo existente en un proceso
de apropiación y la reorientación del deseo hacia el sacrificio-trabajo y hacia el consumo-placer. En las condiciones actuales incluso los
bienes materiales se convierten en elementos de desdicha. (Dialéctica de la
Ilustración.Max Horkheimer y Theodor W. Adorno).
Los
individuos reproducen la represión sufrida mejor que en ninguna época anterior
(igualmente hoy), pues el proceso de integración tiene lugar, en lo esencial, sin un terror
abierto: la democracia
consolida la dominación más firmemente que el absolutismo, y libertad administrada y represión instintiva llegan
a ser las fuentes renovadas sin cesar de la productividad (H. Marcuse), dentro de una «sociedad cerrada», que
disciplina e integra todas las dimensiones de la existencia, privada o pública.
Todo se reduce entonces, más allá del
sometimiento generalizado de las masas: al desafío (del individuo) al ente
social o al suicidio y, pero precisamente aquí donde surge el “problema”,
y el misterio (a los ajenos a la realidad) de una decisión que nos sacude
pavorosamente el alma pues, a todos nos hace temblar, ya que en sus
preliminares no encontramos las razones, ni el aviso que precede al acto
definitivo. Un problema (situación embarazosa) que requerirá de serio esfuerzo
si queremos aproximarnos al sujeto (acto), observando las alejadas y oscuras
regiones que habita (las sombras de la sociedad actual). Regiones, en las que
una palabra puede convertirse en lanza; donde vida y muerte intercambian
susurros y abrazos y que muchos prefieren ignorar, mirando, siempre hacia otro
lado, hasta el punto de no entender, siquiera, aquello de que estoy
hablando.
Toda reflexión que atañe a la muerte voluntaria de un individuo, en cualquiera de sus formas (incluida el suicidio social), no es bienvenida en la sociedad (nos obliga a levantar velos) y por ello preferimos hablar de otras cosas, esquivamos el tema, y no puedo culpar por ello a nadie. Pero, entiendo que mas allá de los prejuicios y temores, se trata de una catarsis necesaria: un proceso por el que reconectamos con nosotros mismos deshaciendo algunos nudos que nos oprimen y en el que expresamos, a la vez, lo que sentimos y tememos, en un intento valido de mostrar el aprecio por la vida que, recordemos, es la única que nos otorga todas las posibilidades absolutas, incluida la del suicidio, pero sobre todo la de la libertad. Por supuesto, en este caso, ir más allá e intentar vislumbrar las implicaciones y contradicciones sociales por las cuales se puede comprender y razonar en tanto el suicidio de alguien (ignorando las causas clínicas) como si fuera el propio, reconociendo al suicida y tratando de comprender e incluso defender tal acción como una elección libre, puede llevar tiempo y páginas. Pues dicha evaluación, solo puede darse a modo de introspección y proyección (introspección y análisis del propio malestar, nuestro, en la sociedad), proponiéndolo como un ejercicio y proyección (en contexto) del propio problema.
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