¿QUÉ ES METAFÍSICA? Martin Heidegger - Traducción de Xavier Zubiri

¿QUÉ ES METAFÍSICA?
Martin Heidegger - Traducción de Xavier Zubiri


¿Qué es Metafísica? La pregunta hace concebir la esperanza de que se va a hablar acerca de la metafísica. Renunciamos a ello. En su lugar vamos a dilucidar una determinada cuestión metafísica. De este modo nos sumergimos inmediatamente dentro de la metafísica misma. Con lo cual le procuramos la única posibilidad adecuada para que se nos ponga, ella misma, de manifiesto.

Nos proponemos, primero, plantear un interrogante metafísico; intentamos, luego, elaborar la cuestión que encierra y terminamos respondiendo a ella.

PLANTEAMIENTO DE UN INTERROGANTE METAFÍSICO

La filosofía, considerada desde el punto de vista de la sana razón humana, es según Hegel, el “mundo al revés”. Por esto, la particularidad de nuestra empresa requiere una caracterización previa. Surge ésta de una doble característica del preguntar metafísico.

En primer lugar, toda pregunta metafísica abarca íntegro el problematismo de la metafísica. Es siempre el todo de la metafísica. En segundo lugar, ninguna puede ser formulada sin que el interrogador, en cuanto tal, se encuentre dentro de ella, es decir, sin que vaya él mismo envuelto en ella.

De aquí desprendemos, por de pronto, esta indicación: el preguntar metafísico tiene que ser en totalidad y debe plantearse siempre desde la situación esencial en que se halla colocada la existencia interrogante. Nos preguntamos, aquí y ahora, para nosotros. Nuestra existencia –en la comunidad de investigadores, maestros y discípulos- está determinada por la ciencia. ¿Qué esencial cosa nos acontece en el fondo de la existencia cuando la ciencia se ha convertido en nuestra pasión?

Los dominios de las ciencias están muy distantes entre sí. El modo de tratar sus objetos es radicalmente diverso. Esta dispersa multiplicidad de disciplinas se mantiene, todavía, unida gracias tan sólo a la organización técnica de las Universidades, y Facultades, y conserva una significación por la finalidad práctica de las especialidades. En cambio, el enraizamiento de las ciencias en su fundamento esencial se ha perdido por completo.

Y sin embargo, en todas las ciencias, siguiendo su propósito más auténtico, nos las habemos con “el ente mismo”. Mirado desde las ciencias, ningún dominio goza de preeminencia sobre otro, ni la Naturaleza sobre la Historia, ni ésta sobre aquella. Ninguna de las maneras de tratar los objetos supera a las demás. El conocimiento matemático no es más riguroso que el histórico-filológico; posee, tan sólo, el carácter de “exactitud”, que no es equivalente al de rigor. Exigir exactitud de la Historia sería contravenir a la idea del rigor específico de las ciencias del espíritu. La referencia al mundo que impera en todas las ciencias, en cuanto tales, las hace buscar el ente mismo, para hacer objeto de escudriñamiento y de fundamentación, en cada caso, el “que” de las cosas y su modo de ser. En las ciencias se lleva a cabo –en idea- un acercamiento a lo esencia de toda cosa.

Esta especialísima referencia al ente mismo en el mundo es sustentada y conducida por una actitud de la existencia humana, libremente adoptada. También en su hacer y omitir, pre y extracientíficos, el hombre tiene que habérselas con el ente. Pero la ciencia se distingue porque concede a la cosa misma, de manera fundamental, explícita y exclusiva, la primera y última palabra. En esta rendida manera del interrogar, del determinar y del fundamentar se lleva a cabo una sumisión al ente mismo, para que se revele lo que hay en él: Esta servidumbre de la investigación y de la doctrina llega a constituirse en fundamento de la posibilidad de un “propio”, bien que limitado, señorío directivo en la totalidad de la existencia humana. La especial referencia al mundo, propia de la ciencia, y la actitud humana que a ella nos lleva, no pueden entenderse bien sino luego de ver y captar qué es lo que ocurre en esa referencia al mundo. El hombre –un ente entre nosotros- “hace ciencia”. En este hacer acaece nada menos que la irrupción de un ente, llamado hombre, en el todo del ente y, en tal forma, que en esta irrupción y mediante ella, queda al descubierto el ente en su qué es y en su cómo es. Esta descubridora irrupción sirve, a su modo, para que por vez primera el ente se recobre a sí mismo.

Estas tres cosas: referencia al mundo, actitud e irrupción, traen consigo, en su unidad radical, una encendida simplicidad y acuidad del existir del hombre en la existencia científica. Si queremos captar de una manera explicita la existencia científica, tal como la hemos esclarecido, tendremos que decir:

Aquello a que se endereza esa referencia al mundo es al ente mismo –y a nada más. Aquello de que toda actitud recibe su dirección es del ente mismo –y nada más.

Aquello en lo cual irrumpe la investigación para dilucidarlo es en el ente mismo –y nada más Pero, cosa notable, en la manera misma como el hombre científico se asegura de lo que más propio le es, habla, precisamente, de otro.

Lo que hay de que inquirir es tan sólo el ente y por lo demás –nada; el ente sólo y- nada más; únicamente el ente, y fuera de él –nada.

¿Qué pasa con esta nada? ¿Es un azar que hablemos tan espontáneamente de este modo? ¿Será una manera de hablar, y nada más?

Pero ¿a qué preocuparnos de esta nada? La nada es lo que la ciencia rechaza y abandona por se nadería. Sin embargo, al abandonar así la nada ¿no la admitimos ya? Pero ¿podemos hablar de admisión si no admitimos nada? ¿No caemos con todo esto en una vana disputa de palabras? ¿No es ahora, precisamente, cuando la ciencia debiera poner en juego de nuevo su seriedad y sobriedad, puesto que lo único que le preocupa es el ente? ¿Qué puede ser la nada para la ciencia sino abominación y fantasmagoría?

Si la ciencia tiene razón, una cosa hay, entonces, de cierta: la ciencia no quiere saber nada de la nada. Y ésta es, en último término, la concepción rigurosamente científica de la nada. Sabemos de ella en la medida precisa en que de la nada, nada queremos saber.

La ciencia nada quiere saber de la nada. Pero no es menos cierto también que, justamente, cuando intenta expresar su propia esencia recurre a la nada. Echa mano de lo que desecha. ¿Qué discorde esencia se nos descubre aquí?

Al reflexionar sobre nuestra existencia fáctica (de hecho) –una existencia determinada por la ciencia- hemos abocado a un conflicto. En ese conflicto se ha planteado un interrogante. En realidad no falta más que formular la interrogación:¿Que pasa con la nada?

ELABORACIÓN DE LA CUESTIÓN

La elaboración de la cuestión acerca de la nada ha de colocarnos en aquella situación que haga posible la respuesta, o que patentice la imposibilidad de la misma. La ciencia admite la nada, es decir la abandona con indiferencia desde su altura como aquello que no hay.

Sin embargo, intentemos preguntar por la nada: ¿Qué es la nada? Ya la primera acometida nos muestra algo insólito. De antemano, suponemos en este interrogante a la nada como algo que “es” de éste u otro modo, es decir, como un ente. Pero, precisamente, si de algo se distingue es de todo ente. El preguntar por la nada –qué y cómo sea la nada- trueca lo preguntado en su contrario. La pregunta despoja a sí misma de su propio objeto.

Por lo cual, toda respuesta a esta pregunta resulta, desde un principio imposible. Porque la respuesta se desenvolverá necesariamente en esta forma: la nada “es” esto o lo otro. Tanto la pregunta como la respuesta respecto de a la nada son, pues, igualmente, un contrasentido.

No es, pues, menester la previa repulsa de la ciencia. La norma fundamental que suele adscribir comúnmente al pensamiento, el principio de que hay que evitar la contradicción, la lógica general, echa por tierra la pregunta formulada. El pensamiento, en efecto –que siempre es, por esencia, pensamiento de algo-, para pensar la nada tendría que actuar contra su propia esencia.

Puesto que nos está vedado convertir la nada en objeto alguno, estamos ya al cabo de nuestro interrogante acerca de la nada –suponiendo que en esta interrogación sea la lógica la suprema instancia y que el entendimiento sea el medio y el pensamiento el camino para captar originariamente la nada y decidir sobre su posible descubrimiento.

Pero ¿no es intangible la soberanía de la “lógica”? ¿No es realmente el entendimiento soberano en esta cuestión acerca de la nada? En efecto, sólo con su ayuda podemos determinar la nada y situarla, aunque no sea más que como un problema que se devora a sí mismo. Porque la nada es la negación de la omnitud del ente, es sencillamente el no ente. Con ello subsumimos la nada bajo la determinación superior del no, y, por tanto, de lo negado. Pero la negación es, según doctrina dominante e intacta de la “lógica”, un acto específico del entendimiento. ¿Cómo entonces eliminar el entendimiento en nuestra pregunta por la nada, y sobre todo, en la cuestión de la posibilidad de formularla? Sin embargo, ¿es tan cierto lo que ahí damos por supuesto? ¿Representa el no, la negatividad y, con ello, la negación, la determinación superior, bajo la cual cae la nada, como una especie de lo negado? ¿Hay nada solamente porque hay no, esto es, porque hay negación? ¿O no ocurre, acaso, lo contrario, que hay no y negación solamente porque hay nada? Cuestión no resuelta ni tan siquiera formulada explícitamente. Nosotros afirmamos: la nada es más originaria que el no y la negación.

Si esta tesis resulta justa, la posibilidad de la negación como acto del entendimiento y, con ello, el entendimiento mismo, dependen en alguna manera de la nada. Entonces, ¿cómo pretende aquél decidir sobre ésta? ¿No descansará, en último término, el aparente contrasentido de la pregunta y de la respuesta acerca de la nada en la ciega obstinación de un entendimiento errabundo?

Pero si no nos dejamos despistar por la imposibilidad formal de la pregunta acerca de la nada y, a pesar de ellos, llegamos a formularla, tendremos que satisfacer, por lo menos, la exigencia fundamental de toda posible pregunta. Si vamos a interrogar, como sea, a la nada, es preciso que, previamente, la nada se nos dé. Es menester que podamos encontrarla.

¿Dónde buscar la nada? ¿Cómo encontrarla? Para poder encontrar algo, ¿no es preciso saber que está ahí? Efectivamente. Casi siempre ocurre que el hombre no puede buscar algo si no sabe, por anticipado, que está ahí lo que busca. Pero en nuestro caso lo buscado es la nada. ¿Habrá en último término un buscar sin esa anticipación, un buscar al que es inherente un puro encontrar?

Sea ello lo que quiera, lo cierto es que conocemos la nada, aunque no sea más que como algo de que hablamos a diario en todas partes. Y hasta podemos aderezar previamente, en una “definición”, esta vulgar nada, desteñida en toda la palidez de lo obvio, que se desliza tan insensiblemente en nuestras conversaciones:

La nada es la negación pura y simple de la omnitud del ente.

Esta caracterización de la nada, ¿no es, al fin y al cabo, una indicación de la dirección en que únicamente podremos tropezar con ella? Es preciso que, previamente, la omnitud del ente nos sea dada para que como tal sucumba sencillamente a la negación, en la cual la nada misma habrá de hacerse patente.

Bien; pero aun prescindiendo de lo problemática que es la relación entre la negación y la nada,

¿cómo vamos a hacer nosotros –seres finitos- que el todo del ente sea accesible en sí mismo, en su omnitud, y, especialmente, que sea accesible para nosotros? Podemos, en todo caso, pensar en “idea” el todo del ente, negar en el pensamiento este todo así formado, y luego “pensarlo”, a su vez, como negado. Pero por este camino obtendríamos el concepto formal de una nada figurada, mas no la nada misma. Pero la nada es nada, y si, por otra parte, representa la completa indiferenciación, no puede existir diferencia alguna entre la nada figurada y la nada “autentica”. Por otra parte, ¿no es esta “autentica” nada aquel concepto contradictorio, bien que oculto, de una nada que es? Ésta ha de ser la última vez que las objeciones de entendimiento detengan nuestra búsqueda, que sólo una experiencia radical de la nada podría legitimar.

Cierto que nunca podemos captar absolutamente el todo del ente, no menos cierto es, sin embargo, que nos hallamos colocados en medio del ente, que de una u otra manera, nos es descubierto en totalidad. En última instancia, hay una diferencia esencial entre el captar el todo del ente en sí y encontrarse en medio del ente en total. Aquello es radicalmente imposible. Esto acontece constantemente en nuestra existencia.

Parece sin duda, que en nuestro afán cotidiano nos hallamos vinculados unas veces a éste, otras a aquel ente, como si estuviéramos perdidos en éste o aquel distrito del ente. Pero, por muy disgregado que nos parezca lo cotidiano, abarca, siempre, aunque sea como en sombra, el ente en total. Aun cuando no estemos en verdad ocupados con las cosas y con nosotros mismos –y precisamente entonces-, nos sobrecoge este “todo”, por ejemplo, en el verdadero aburrimiento. Éste no es el que sobreviene cuando sólo nos aburre este libro o aquel espectáculo, esta ocupación o aquel ocio. Brota cuando “se está aburrido”. El aburrimiento profundo va rodando por las simas de la existencia como una silenciosa niebla y nivela a todas las cosas, a los hombres, y a uno mismo en una extraña indiferencia. Este aburrimiento nos revela el ente en total.

Otra posibilidad de semejante patencia se ofrece en la alegría por la presencia de la existencia – no sólo de la persona- de un ser querido.

Semejante temple de ánimo, en el cual uno “se encuentra” de tal o cual manera, nos permite encontrarnos en medio del ente en total y atemperados por él. Este encontrarse, propio del temple, no sólo hace patente, en cada caso a su manera, el ente en total, sino que este descubrimiento, lejos de ser un simple episodio, es el acontecimiento radical de nuestro existir.

Lo que llamamos “sentimiento” no son ni fugaces fenómenos concomitantes de nuestra actitud pensante o volitiva, ni simples impulsos de ella, ni tampoco estados simplemente presentes con los que nos avenimos en una u otra forma.

Sin embargo, cuando estos temples del ánimo nos conducen de esa suerte frente al ente en total, nos ocultan, precisamente, la nada que buscamos. Y menos se nos ocurrirá ahora pensar que la negación del ente en total, que se nos hace patente en el temple, nos pueda colocar frente a la nada. porque esto sólo podría ocurrir, con pareja radicalidad, en un temple de ánimo que por su más auténtico sentido descubridor nos patentizara la nada.

¿Hay en la existencia del hombre un temple de ánimo tal que lo coloque inmediatamente ante la nada misma?

Se trata de un acontecimiento posible y, si bien raramente, real, por algunos momentos, en ese temple de ánimo radical que es la angustia.

No aludimos a esa frecuentísima inquietud que, en el fondo, no es sino un ingrediente de la medrosidad en que tan fácilmente podemos caer. Angustia es radicalmente distinto de miedo. Tenemos miedo siempre de tal o cual ente determinado que nos amenaza en un determinado respecto. El miedo de algo es siempre miedo a algo determinado. Como el miedo se caracteriza por esta determinación del de y del a, resulta que el temeroso y medroso queda sujeto a la circunstancia que le amedrenta. Al esforzarse por escapar de ello –de ese algo determinado- pierde la seguridad para todo lo demás, es decir, “pierde la cabeza”.

La angustia no permite que sobrevenga semejante confusión. Lejos de ello, hállase penetrada por una especial tranquilidad. Es verdad que la angustia de... es siempre angustia por..., pero no por esto o lo otro. Sin embargo, esta indeterminación de aquello de qué y por qué nos angustiamos no es una mera ausencia de determinación, sino la imposibilidad esencial de ser determinado. Esto se ve patente en una conocida expresión.

Solemos decir que en la angustia “uno está desazonado”. ¿Qué quiere decir este “uno”? No podemos decir de qué le viene a uno esta desazón. Nos encontramos así, y nada más. Todas las cosas como nosotros mismos se sumergen en una indiferenciación. Pero no como si fuera un mero desaparecer, sino como un alejarse que es un volverse hacia nosotros. [En] Este alejarse el ente en total, que nos acosa en la angustia, nos oprime. No queda asidero ninguno. Lo único que queda y nos sobrecoge al escapársenos el ente es este “ninguno”.

La angustia hace patente la nada.

Estamos “suspensos” en angustia. Más claro, la angustia nos deja suspensos porque hace que se nos escape el ente en total. Por esto sucede que nosotros mismos –estos hombres que somos-, estando en medio del ente, nos escapemos de nosotros mismos. Por esto, en realidad, no somos “yo” ni“tú” los desazonados, sino “uno”. Sólo resta el puro existir en la conmoción de ese estar suspenso en que no hay nada donde agarrarse.

La angustia nos vela las palabras. Como el ente en total se nos escapa, acosándonos la nada, enmudece en su presencia todo decir “es”. Si muchas veces en la desazón de la angustia tratamos de quebrar la oquedad del silencio con palabras incoherentes, ello prueba la presencia de la nada.

Que la angustia descubre la nada confírmalo el hombre mismo inmediatamente después que ha pasado. En la luminosa visión que emana del recuerdo vivo nos vemos forzados a declarar: aquello de y aquello por... lo que nos hemos angustiado era, realmente, nada. En efecto, la nada misma, en cuanto tal, estaba allí.

Con el radical temple de ánimo que es la angustia hemos alcanzado aquel acontecimiento de la existencia en que se nos hace patente la nada y desde el cual debe ser posible someterla a interrogación.

¿Qué pasa con la nada?

RESPUESTA A LA PREGUNTA

La única respuesta que, por de pronto, es esencial para nuestro propósito, la lograremos si prestamos atención al hecho de que la cuestión acerca de la nada ha sido planteada realmente. Para ello será preciso que reproduzcamos esa transmutación del hombre en su puro existir, que ocurre en toda angustia, para captar, tal como se presenta, la nada que en ella se patentiza. Esto exige, al mismo tiempo, que apartemos expresamente aquellas caracterizaciones de la nada que no nazcan directamente de nuestra entrevista con ella.

La nada se descubre en la angustia –pero no como ente. Tampoco está dada como objeto. La angustia no es una aprehensión de la nada. Sin embargo, la nada se nos hace patente en ella y a través de ella, aunque, una vez más, no como si estuviese separada y “al lado” del ente en total que se presenta en la desazón de la angustia. Antes bien, decíamos: en la angustia nos sale al paso la nada a una con el ente en total. ¿Qué quiere decir este “a una con”?

En la angustia el ente en total se torna caduco. ¿En qué sentido? Porque la angustia no aniquila el ente para dejarnos como residuo la nada. ¿Cómo habría de hacerlo si la angustia se encuentra precisamente en la más absoluta impotencia frente al ente en total? Antes bien, la nada se manifiesta con y en el ente en tanto que éste nos escapa en total.

En la angustia no ocurre un aniquilamiento de todo el ente en sí mismo. Pero tampoco llevamos a cabo una negación del ente en total para así obtener la nada. Aun prescindiendo de que la angustia, en cuanto tal, le es ajena la formulación expresa de una declaración negativa, resultaría que, con una semejante negación (que debiera dar por resultado la nada), llegaríamos siempre demasiado tarde. Ya antes la nada nos ha salido al paso. Por eso decíamos que la nada nos sale al paso “a una con” el ente en total en cuanto que éste se nos escapa.

En la angustia hay un retroceder ante... que no es ciertamente un huir, sino una fascinada quietud. Este retroceso arranca de la nada. La nada no atrae, sino que, por esencia, rechaza. Pero este rechazo es, como tal, un remitirnos, dejándolo escapar, al ente en total que se hunde. Esta total rechazadora remisión al ente en total que se nos escapa (que así es como la nada acosa a la existencia en la angustia), es la esencia de la nada: el anonadamiento.

No es un aniquilamiento del ente, ni se origina en una negación. El anonadamiento no se puede obtener tampoco sumando aniquilación y negación. La nada misma anonada. El anonadar no es un suceso como otro cualquiera, sino que por ser un rechazador remitirnos al ente en total que se nos escapa, nos hace patente este ente en su plena, hasta ahora oculta extrañeza, como lo absolutamente otro frente a la nada.

En esta clara noche que es la nada de la angustia, es donde surge la originaria “patencia” del ente como tal ente: que es ente y no nada. Pero este “y no nada” que añadimos en nuestra elocución no es, empero, una aclaración subsiguiente, sino lo que previamente posibilita la patencia del ente en general. La esencia de esta nada, originariamente anonadante, es: que lleva, al existir, por vez primera, ante el ente en cuanto tal.

Solamente a base de la originaria patencia de la nada puede la existencia del hombre llegar al ente y entrar en él. Por cuanto que la existencia hace por esencia relación al ente, al ente que no es ella y al que es ella misma, procede ya siempre, como tal existencia, de la patente nada.

Existir (ex-sistir) significa: estar sosteniéndose dentro de la nada. (la nada al borde del límite de la luz, de las cosas que son, amenaza y oprime a esta, la luz,

Sosteniéndose dentro de la nada, la existencia está siempre allende el ente en total. A este estar allende el ente es lo que nosotros llamamos trascendencia. Si la existencia no fuese, en la última raíz de su esencia, un trascender; es decir, si de antemano, no estuviera sostenida dentro de la nada, jamás podría entrar en relación con el ente ni, por tanto, consigo misma.

Sin la originaria patencia de la nada no hay mismidad ni hay libertad.

Con esto hemos obtenido ya la respuesta a la pregunta acerca de la nada. La nada no es objeto ni ente alguno. La nada no se presenta por sí sola, ni junto con el ente, al cual, por así decirlo, adheriría. La nada es la posibilitación de la patencia del ente, como tal ente, para la existencia humana. La nada no nos proporciona el contraconcepto del ente, sino que pertenece originariamente a la esencia del ser mismo. En el ser del ente acontece el anonadar de la nada.

Pero hora es ya de que salga a la superficie un reparo largo tiempo reprimido. Si la existencia no puede entrar en relación con el ente, es decir, no puede existir sino sosteniéndose dentro de la nada, y si la nada sólo se revela originariamente en la angustia, ¿no habríamos de estar perennemente suspensos en angustia para poder existir? Pero, ¿no hemos reconocido nosotros mismos que esta angustia radical es rara? Y, sobre todo, todos nosotros existimos y nos las habemos con el ente –con el ente que no somos nosotros y que somos nosotros- sin esta angustia. ¿No será ésta una invención gratuita, y la nada que le atribuimos una exageración?

Pero ¿qué quiere decir que esta angustia radical sólo acontece en raros momentos? No quiere decir otra cosa sino que, por de pronto, la nada, con su originariedad, permanece casi siempre disimulada para nosotros. ¿Y qué es lo que la disimula? La disimula el que nosotros, de uno u otro modo, nos perdemos completamente en el ente. Cuanto más nos volvemos hacia el ente en nuestros afanes, tanto menos le dejamos escaparse como tal ente, y tanto más nos desviamos de la nada, y con tanto mayor seguridad nos precipitamos en la pública superficie de la existencia.

Sin embargo, esta constante, bien que equívoca, desviación de la nada, es conforme, dentro de ciertos límites, a su más propio sentido. En su anonadar, la nada nos remite precisamente al ente. Lanada anonada de continuo, sin que en el saber, dentro del cual nos movemos a diario, sepamospropiamente de este acontecimiento.

¿Qué testimonio más convincente de esta perenne y amplia –bien que disimulada- patencia de la nada en nuestra existencia que la negación? Pero ésta pertenece, según se dice, a la esencia del pensamiento humano. La negación se expresa diciendo no de algo que no es. Pero la negación no saca de sí misma el no ser de lo que no es para intercalarlo, por decirlo así, dentro del ente, como medio de diferenciación y contraposición a lo dado. ¿Cómo va a poder sacar la negación de sí misma el no, si solamente puede negar si le está previamente propuesto algo negable? Y ¿cómo lo negable, lo que hay que negar, puede considerarse como afectado por el no, si no es porque todo pensar, en cuanto tal pensar, tiene ya la vista puesta en el no? Pero el no, solamente puede hacerse patente sacando de su latencia lo que le da origen: el anonadar de la nada y, con él, la nada misma.

El no, no nace de la negación, sino que la negación se funda en el no, que nace del anonadar de la nada. Pero tampoco la negación es otra cosa que un modo de esa actitud anonadante, es decir, de esa actitud previa fundada sobre el anonadar de la nada.

Con esto hemos demostrado, a grandes rasgos, la tesis anteriormente enunciada: la nada es el origen de la negación y no al revés.

Al quebrantar así el poder del entendimiento en esta cuestión acerca de la nada y del ser, hemos decidido, al mismo tiempo, la suerte de la soberanía de la “lógica” dentro de la filosofía. La idea misma de la “lógica” se disuelve en el torbellino de un interrogante más radical.

Por mucho y muy diversamente que la negación –explícita o no- prevalezca en todo pensar, no es ella, por sí sola, testimonio suficiente de la patencia de la nada, patencia esencial a la existencia. Porque no podemos proclamar que la negación sea la única –ni siquiera la principal- actitud anonadante en que la existencia se encuentra sacudida por el anonadar de la nada.

Más abisal que la simple adecuación de la negación lógica es la crudeza de la contravención y la acritud de la execración. Hay más responsabilidad en el dolor del fracaso y en la inclemencia de la prohibición. Más abrumadora es la aspereza de la privación.

Estas posibilidades de la actitud anonadante –fuerzas con que la existencia sobrelleva, bien que sin llegar a dominarle, ese su hallarse arrojada- no son especies de la mera negación. Pero esto no les impide expresarse con un no y con una negación. Lo cual nos delata, de modo bien claro, la vaciedad y amplitud de la negación.

El que esta actitud anonadante atraviese de punta a punta la existencia, testimonia la perenne y ensombrecida patencia de la nada, que sólo la angustia nos descubre originariamente. Así se explica que esa angustia radical esté casi siempre reprimida en la existencia. La angustia está ahí: dormita: Su hálito palpita sin cesar a través de la existencia: donde menos, en la del “medroso”; imperceptible en el “sí, sí” y “no, no” del hombre apresurado: más en la de quien es dueño de sí; con toda seguridad, en la del radicalmente temerario. Pero esto último se produce sólo cuando hay algo a que ofrecer la vida con objeto de asegurar a la existencia la suprema grandeza.

La angustia del temerario no tolera que se la contraponga a la alegría, ni mucho menos a la apacible satisfacción de los tranquilos afanes. Se halla –más allá de tales contraposiciones- en secreta alianza con la serenidad y dulzura del anhelo creador.

La angustia radical puede emerger en la existencia en cualquier momento. No necesita que un suceso insólito la despierte. A la profundidad con que domina corresponde la nimiedad de su posible provocación. Está siempre al acecho, y, sin embargo, sólo raras veces cae sobre nosotros para arrebatarnos y dejarnos suspensos.

Ese estar sosteniéndose la existencia dentro de la nada, apoyada en la recóndita angustia, hace que el hombre ocupe el sitio a la nada. Tan finitos somos que no podemos, por propia decisión y voluntad, colocarnos originariamente ante la nada. Tan insondablemente ahonda la finitud en la existencia, que la profunda y genuina finitud escapa a nuestra libertad.

Este estar sosteniéndose la existencia en la nada, apoyada en la recóndita angustia, es un sobrepasar el ente en total: es la trascendencia.

Nuestro interrogante acerca de la nada tiene que poner ante nuestros ojos la metafísica misma. El nombre “metafísica” proviene del griego ta meta ta fisika. Este extraño título fue más tarde interpretado como designación del interrogante que se endereza “allende” -meta, trans,- el ente en cuanto tal.

La metafísica es una tras-interrogación allende el ente, para reconquistarlo después, conceptualmente, en cuanto tal y en total.

En la pregunta acerca de la nada se lleva a cabo esta marcha allende el ente, en cuanto ente, en total. Se nos ha mostrado, pues, como una cuestión “metafísica”.

Indicábamos al comienzo dos características de esta clase de cuestiones. En primer lugar, toda pregunta metafísica abarca la metafísica entera. En segundo lugar, en toda interrogación metafísica va siempre envuelta la existencia que interroga.

¿En qué sentido la cuestión acerca de la nada comprende y abraza la metafísica entera?

Acerca de la nada la metafísica se expresa, desde antiguo, en una frase, ciertamente equívoca: ex nihilo nihil fit, de la nada nada adviene. A pesar de que, en la explicación de este principio, nunca llega la nada misma a ser propiamente cuestión, sin embargo, este principio, por su peculiar referencia a la nada, delata la concepción fundamental que se tiene del ente.

La metafísica antigua entiende la nada en el sentido de lo que no es, es decir, de la materia sin figura que por sí misma no puede plasmarse en ente con figura y, por tanto, aspecto (eidos) propio. Ente es aquella formación que se informa a sí misma y que, como tal, se representa en forma o imagen. El origen, la justificación y los límites de esta concepción del ser quedan tan faltos de esclarecimiento como la nada misma.

La dogmática cristiana, por el contrario, niega la verdad de la proposición: ex nihilo nihil fit, y da con ello a la nada una nueva significación, como la mera ausencia de todo ente extradivino: ex nihilo fit-ens creatum. La nada se convierte, ahora, en contraconcepto del ente propiamente dicho, del summum ens, de Dios, como ens increatum. También aquí la interpretación que se da de la nada nos delata la concepción del ente. Pero la explicación metafísica del ente se mueve en el mismo plano que la pregunta acerca de la nada. Las cuestiones acerca del ser y acerca de la nada quedan, ambas, preteridas. Por esto no es cuestión la dificultad de que si Dios crea de la nada tiene que habérselas con la nada. Pero, si Dios es Dios, nada puede salvar de la nada, puesto que lo “absoluto” excluye de sí toda nihilidad.

Este tosco recuerdo histórico muestra la nada como contraconcepto del ente propiamente dicho, es decir, como negación suya.

Pero si, por fin, nos hacemos problema de la nada, no sólo resulta que esta contraposición queda mejor precisada, sino que entonces es cuando se plantea la auténtica cuestión metafísica del ser del ente. La nada no es ya este vago e impreciso enfrente del ente, sino que se nos descubre como perteneciendo al ser mismo del ente.

“El ser puro y la pura nada son lo mismo”. Esta frase de Hegel (Ciencia de la lógica, libro I, WW III, pág. 94) es justa. El ser y la nada van juntos; pero no porque ambos coincidan en su inmediatez e indeterminación –como sucede cuando se los considera desde el concepto hegeliano del pensar-, sino que el ser es, por esencia, finito, y solamente se patentiza en la trascendencia de la existencia que sobrenada en la nada.

Si, por otra parte, la cuestión acerca del ser en cuanto tal es la cuestión que circunscribe la metafísica, manifiéstasenos entonces que también la cuestión acerca de la nada es de tal índole que abraza la metafísica entera.

Pero, además, la cuestión acerca de la nada comprende la metafísica entera porque nos fuerza a hacernos problema del origen de la negación; es decir, nos fuerza a decidir sobre la legitimidad con que la “lógica” impera sobre la metafísica.

La vieja frase: ex nihilo nihil fit, adquiere entonces un nuevo sentido, que afecta al problema mismo del ser: ex nihilo omne ens qua ens fit. Sólo en la nada de la existencia viene el ente en total a sí mismo, pero según su posibilidad más propia, es decir, de un modo finito.

En segundo lugar, si la cuestión acerca de la nada es una cuestión metafísica, ¿en qué medida envuelve a nuestra existencia interrogante?

Caracterizábamos nuestra existencia como esencialmente determinada por la ciencia. Por tanto, si nuestra existencia, así determinada, se halla implicada en nuestra pregunta acerca de la nada, entonces la existencia debe tornarse problemática al plantearse ese problema.

La existencia científica debe su simplicidad y acuidad a la manera especialísima a como tiene que habérselas con el ente mismo, y únicamente con él. Puede la ciencia abandonar la nada con un gesto de superioridad. Pero al preguntar por la nada patentízase que esta existencia científica sólo es posible si, de antemano, se encuentra sumergida en la nada. Para comprenderse a sí misma, en lo que precisamente es, necesita no abandonar la nada.

La presunta sobriedad y superioridad de la ciencia se convierte en ridiculez si no toma en serio la nada.

Solamente porque la nada es patente puede la ciencia hacer del ente mismo objeto de investigación. Y solamente si la ciencia existe en virtud de la metafísica, puede aquélla renovar incesantemente su esencial cometido, que no consiste en coleccionar y ordenar conocimientos, sino en abrir, renovadamente, ante nuestros ojos, el ámbito entero de la verdad sobre la naturaleza y sobre la historia.

Sólo porque la nada es patente en el fondo de la existencia, puede sobrecogernos la completa extrañeza del ente. Sólo cuando nos desazona la extrañeza del ente, puede provocarnos admiración. De la admiración –esto es, de la patencia de la nada- surge el ¿por qué? Sólo porque es posible el ¿por qué?, en cuanto tal, podemos preguntarnos por los fundamentos y fundamentar de una determinada

manera. Sólo porque podemos preguntar y fundamentar, se nos viene a la mano en nuestro existir el destino de investigadores.

La pregunta acerca de la nada nos envuelve a nosotros mismos –a los interrogadores. Es una cuestión metafísica.

La existencia humana no puede habérselas con el ente si no es sosteniéndose dentro de la nada. El ir más allá del ente es algo que acaece en la esencia misma de la existencia. Este trascender es, precisamente, la metafísica; lo que hace que la metafísica pertenezca a la “naturaleza del hombre”. No es una disciplina filosófica especial ni un campo de divagaciones: es el acontecimiento radical en la existencia misma y como tal existencia.

Como la verdad de la metafísica habita en estos abismos insondables, su vecindad más próxima es la del error más profundo, siempre al acecho. De aquí que no haya rigor de ciencia alguna comparable a la seriedad de la metafísica. La filosofía jamás podrá ser medida con el patrón proporcionado por la idea de la ciencia.

Si realmente se ha hecho cuestión para nosotros el problema acerca de la nada, no habremos visto la metafísica por fuera. Tampoco podemos decir que nos hemos sumergido en ella. No podemos, de manera alguna, sumergirnos en ella, porque, por el mero hecho de existir, nos hallamos ya siempre en ella: fusei gar w file, evesti tiV filosofia thtou androV dianoia (Platón, Phaidros 279 a). Por el mero hecho de existir el hombre acontece el filosofar.

La filosofía –eso que nosotros llamamos filosofía- es tan sólo la puesta en marcha de la metafísica; en ésta adquiere aquélla su ser actual y sus explícitos temas.

Y la filosofía sólo se pone en movimiento, por una peculiar manera de poner en juego la propia existencia en medio de las posibilidades radicales de la existencia en total. Para esta postura es decisivo: en primer lugar, hacer sitio al ente en total; después, soltar amarras, abandonándose a la nada, esto es, librándose de los ídolos que todos tenemos y a los cuales tratamos de acogernos subrepticiamente: por último, quedar suspensos para que resuene constantemente la cuestión fundamental de la metafísica, a que nos impele la nada misma:

¿Por qué hay ente y no más bien nada?

El Caso del maestro Eckhart: Sobre la resignificación de sus textos / The Case of Master Eckhart: On the resignification of his texts

 



El Caso del maestro Eckhart: Sobre la resignificación de sus textos
The Case of Master Eckhart: On the resignification of his texts


En 1323 se inició contra Eckhart un proceso inquisitorial por herejía, y el 27 de marzo de 1329 se declaró por parte del Papa que veintisiete de sus textos eran peligrosos y su obra fue prohibida, incluso quemada, después de su muerte en 1328. Algunos de sus sermones fueron conservados y leídos de un modo clandestino, y bajo pseudónimos. Fue a comienzos del siglo XIX cuando se rescató buena parte de su obra, especialmente las predicaciones, y se reconoció la importancia subyacente que tenía este religioso —e insisto en lo de religioso— luego para la filosofía, pero sobre todo para teología alemana.

II

El caso de Meister Eckhart —quien pronto ingresó a la Orden de los Dominicos en Erfurt, yéndose a estudiar luego a Colonia y posteriormente a París, donde fue Lector de Teología, privilegio que solamente había alcanzado Tomás de Aquino— bien merece todo un libro, pero llevado por la premura, me limito a aquellos puntos importantes de su pensamiento, con el fin de aclarar su posición y salvaguardar lo que realmente él fue y su reputación cristiana: un místico, que amaba ante todo a nuestro señor, frente aquellos que erróneamente suponen era su posición, con respecto a una Nada (absurda) que algunos refieren al hablar de él, y que resulta, cuando menos, de un malentendido.

En este sentido, primero hemos de dar un paso atrás y pensar antes en lo que nos dice Gadamer, cuando refiere la situación hermenéutica (interpretación de los textos) definida como “ángulo de visión que determina las posibilidades de ver”, así como a la noción de horizonte, entendido como el “ámbito de visión que abarca y encierra todo lo que es visible desde determinado punto de vista”. Se infiere aquí que toda perspectiva da a un horizonte vasto, pero limitado, igualmente al observador. Y esto es importante para la comprensión de una lectura de textos, sobre todo medievales y religiosos, cuando puede darse la posibilidad de resignificación, otorgando un nuevo significado a un determinado autor, exposición o documento: llegando en muchos casos, a ese sentido diferente que desde otra perspectiva, nos resulte menos angustiante y agotadora: pero sobre todo, (y para aquellos laicos que no están en comunión con Dios) les sea favorable a sus propios intereses, a partir de dar un nuevo sentido, a aquello pasado, en el presente, tras una interpretación distinta, de aquello mismo, que encontramos de un texto del pasado, Entendemos, pues aquí las nociones, situación y horizonte que dan cuenta del hecho de que nuestro trato con aquellos documentos, textos y autores está mediado por nuestra posición como “observadores”; esto es: por nuestros saberes previos, intereses, expectativas, pero, y esto es importante: sobre todo por nuestros prejuicios [“prejuicio” como referente previo de cualquier interpretación, y que constituye el punto de partida del proceso de comprensión (Gadamer, 1987: 333)].

Entiéndase: muchas veces no entendemos de un texto lo que se nos dice, sino lo que nosotros entendemos, o queremos entender (de él) que se dice, debido sobre todo a cómo se nos ha educado y somos dirigidos, partiendo ya desde nuestras propias ideas, expectativas, y nociones al respecto de lo que tratamos, así como por nuestros propios deseos de ver y encontrar algo que buscamos nosotros, en aquello, y para lo que posiblemente, ya nos han encaminado y preparado, por ejemplo en las universidades: no a la búsqueda de su sentido "en algo", sino a dar sentido a algo (dentro de un modelo, o paradigma) sobre el que trabajamos. Por esto mismo, no podemos descartar, que nos encontremos algunas veces —y sobre todo en este caso— ante aquellos, que como afirmaba Timoteo (2-4,3), teniendo comezón de oídos, acumularán para sí maestros conforme a sus propios deseos, intereses y perspectivas. Pudiendo darse la posibilidad de resignificación de unos textos, luego otorgando un nuevo significado a estos o al autor: llegando, en muchos casos, a ese sentido diferente que, desde otra perspectiva, nos resulte favorable a los propios intereses. ¿Qué quiero decir? Veamos que les dice Eckhart a los miembros de la comisión que le juzgaba, sobre la interpretación que estos hacía de sus textos: [La comisión dedicada al estudio de la Eckhart en 1326, manifestó que encontraba sospechosas de herejía algunas proposiciones de la obra Liber benedictus de Eckhart. Este se defendió, pues algunas no correspondían a su pensamiento, explicando su postura sobre las restantes y excusándose del énfasis dado a “algunas expresiones que podían ser malinterpretadas”. Entonces La comisión, amplió a 59 las proposiciones condenables, esta vez tomadas de sermones pronunciados en lengua vulgar, y Eckhart esta vez los acusó de «indoctos, ignorantes, tarados y burdos» añadiendo —y esto es importante— que se dedicaban a condenar lo que no alcanzaban a entender]. Por tanto, y del mismo modo, y para entender a Eckhart, hoy, cabría que los mismos que tanto hablan de vaciamiento comulgaran con el ejemplo y, primero: se vacíen ellos de sus prejuicios: leyesen y entendiesen lo que el místico leía (las escrituras: leyesen, 1,5 años; estudio: de 2 a 5 años); y luego pensasen en lo que él creía: en su fe, antes de afirmar, para poder así entender, mínimamente, luego lo que este predicaba… y no pretender afirmar: “por como hoy piensan, interpretan y entienden ellos”, algo distinto y sacado de contexto, de lo que el místico por “sus propias palabras y claramente” nos decía. Y nada mejor para saber y entender que nos decía que dirigirnos a uno de sus sermones, leemos:

Sermón I (Eckhart)
Intravit Iesus in templum et coepit ejicere vendentes et ementes. Matthei.

Leemos en el santo Evangelio (Mateo 21, 12) que Nuestro Señor entró en el templo y echó fuera a quienes compraban y vendían, y a los otros que ofrecían en venta palomas y otras cosas por el estilo, les dijo: «¡Quitad esto de aquí, sacadlo!» (Juan 2, 16). ¿Por qué echó Jesús a los que compraban y vendían, y a los que ofrecían palomas, les mandó que las sacaran? Quiso significar tan solo que quería tener vacío el templo, exactamente como si hubiera dicho: Tengo derecho a este templo y quiero estar solo en él y tener poder sobre él. Esto ¿qué quiere decir? Este templo, donde Dios quiere reinar poderosamente según su voluntad, es el alma del hombre que Él ha formado y creado exactamente a su semejanza, según leemos que dijo Nuestro Señor: «¡Hagamos al hombre a Nuestra imagen y semejanza!» (Génesis 1, 26). Y así lo hizo también. Ha hecho el alma del hombre tan semejante a sí mismo que ni en el cielo ni en la tierra, por entre todas las criaturas espléndidas, creadas tan maravillosamente por Dios, no hay ninguna que se le asemeje tanto como el alma humana “sola”. Por ello, Dios quiere tener vacío este templo, de modo que no haya nada dentro, fuera de Él mismo. Es así porque este templo le gusta tanto, ya que se le asemeja de veras, y Él mismo está muy a gusto en este templo siempre y cuando se encuentre ahí a solas.

Vaya por delante: que si no entendemos al Espíritu Santo, mejor dejen de leer… no entenderán nada. Cuando dios se manifiesta al hombre por su hijo, este lo hace en la persona de Jesús (Jesucristo) por medio del Espíritu Santo, al que, además, lo dirige inmediatamente al desierto para que sea tentado, y confirmar que está limpia su alma y libre (vacío) de voluntad y de pecado, único modo en que el espíritu santo puede actuar en potencia y conducirnos:“Por ello, Dios quiere tener vacío este templo, de modo que no haya nada dentro, fuera de Él mismo”. Nada hay, pues más lejos de estar en la Nada, que estar con Dios a solas ahí: en espíritu, en nosotros, en nuestro cuerpo (vacío y a solas): que es su tempo. Si bien la vacuidad y desapego (Instrucciones Espirituales, a novicios de la Orden de Predicadores 1294 y 1298) habrán de ser condición primera, para recibir al espíritu, pero no estación final, que será con Dios en espíritu. Luego notar esta presencia continua en sus sermones sobre el desapego, sobre la nobleza del alma y sobre la unión con Dios.

Del mismo modo, el relato del templo/cuerpo vacío de mercaderes, significa vaciar nosotros nuestro templo/cuerpo de todo lo banal, para poder alojar luego en este, nuestro cuerpo a Dios en espíritu (así está él —el espíritu santo— a gusto, en su templo-nuestro-cuerpo vacío de todo, fuera de Él mismo.). Y en este punto entender la doctrina de la trinidad resulta imprescindible:

1 “Oye, Israel; el Señor nuestro Dios, el Señor uno es” (Marcos 12.29). Se escucha la voz de este mismo Dios en este versículo: “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más” (Isaías 45.22). Si hay algo claro en estas dos declaraciones es que hay solamente un Dios; no tres dioses, ni muchos dioses, sino un Dios. La teoría de la pluralidad de dioses pertenece a la idolatría. La doctrina de la trinidad se tuerce cuando abandonamos la idea de la unidad de Dios. Hay solamente un Dios y fuera de él no hay ningún otro. “Al Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás” (Mateo 4.10). 2. Dios se manifiesta en tres personas: Sin embargo, este único Dios se manifiesta como tres personas distintas. En el bautismo de Jesús en el Río Jordán (Mateo 3) se nos presenta el Hijo, bautizado en el río; el Espíritu Santo, apareciendo en la forma corporal de una paloma; y el Padre, que dice desde el cielo: y vino una voz de los cielos, que decía: Tú eres mi Hijo amado, en ti me he complacido (Marcos 1,11). Donde igual se hace referencia en (hebreos 5,5): (Eres mi hijo, hoy te he dado a luz).

Pues el cuerpo: nuestro cuerpo es el templo del espíritu santo, que vacío por completo de la propia voluntad, y con el espíritu santo dentro ya se le asemeja (es esa nueva criatura / Porque ni la circuncisión es nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación - Gálatas 6,5) que obra entonces por la voluntad propia del espíritu: estar vacío de voluntad, es poder estar con Dios en espíritu, escuchando al espíritu y obrando por el espíritu, dejando de escuchar a nuestro yo. Del mismo modo, cualquiera que busque en Dios lo propio, o en sus obras y actos, buscando algo a cambio: recompensas, en realidad no será aquel templo vacío, sino un mercader en el templo de Dios. De este modo, el intercambio es la esencia de una oscuridad y tinieblas que no nos permiten ver la luz de Dios, ni escuchar el mandato de nuestro Señor. Pero, aquí surge de nuevo el problema para el laico que no entiende y no puede ver, pues… lo que es nacido de la carne, carne es, y lo que es nacido del espíritu, espíritu es (Juan, 3) luego, "solo el mismo espíritu da testimonio a nuestro espíritu…" (Romanos 8-16) y, además, si os he dicho cosas terrenales, y no creéis, ¿cómo creeréis si os dijere las celestiales? (Juan 3)

Eckhart reconoce a Dios (nos dicen: como una ausencia (y no es así) o presencia, que solo puede ser vivida y experimentada: en medio de la Nada, nos dicen y nos vuelven a repetir, pero tampoco es así…

Ni siquiera el hecho de un proceso inquisitorial contra él, (Autores como Vannini piensan que un conflicto in crescendo entre franciscanos y dominicos constituía una parte importante de los motivos para tal proceso) da veracidad a la suposición de que Eckhart estuviese pensando que Dios era Nada, o la Nada, o surgiese/apareciese de la Nada…, esto solo demuestra —como la historia también ha demostrado— de un lado: la ignorancia todavía manifiesta en todo lo relativo a Dios y las sagradas escrituras hoy; y de otro lado: nos encontramos con el desconocimiento, o temor, en la Edad Media, que la misma iglesia tenía hacia los místicos (maltratados por esta) y a los que condenaban entonces, o a mejor decir: concretamente condenaban aquella la relación directa con Dios, que muchos padres y obispos no entendían y propiciada por el espíritu santo: en un templo/iglesia que es el cuerpo, y donde la iglesia de Roma, queda (aparentemente) sin un papel determinante en nuestra relación con Dios: esta relación directa con Dios, por medio del espíritu santo, hoy no nos es ajena (hablo por mí), pues aunque muchos la entienden, dentro del mismo cristianismo, otros tantos la desconocen por sí mismos, por diferentes razones en las que no me entretendré ahora. Y en ello nos encontramos a Eckhart —y así deducimos — cuando predica en sus sermones esta relación directa (mística) y personal con nuestro señor, por medio del Espíritu Santo, sin mediadores,

Todo esto nos lleva a tener reinterpretar, hacia un mejor entender— no solo a Eckhart del que sabemos que predicaba esta relación, Pero, y no se sorprendan, del que la casi total ausencia de confidencia o de indicaciones no nos permiten afirmar, probar, una experiencia personal y directa de unión con Dios (Cf. Ancelet-Hustache 1992:69).— sino en general: al místico en su intento de llegar a Dios por diferentes vías, de lo que dan buena cuenta igualmente Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz. Si bien, de Eckhart se observa la perfecta interpretación de la escritura hacia este respecto, 200 años antes, algo bastante inusual entonces. Así, y en lo personal: en mi opinión, y si puedo dar mi opinión, entiendo que la luz todavía trasluce de sus textos. Aunque, y como de él, y de sus declaraciones, entendemos, y nos advierte: muchas veces malentendidos, y peor aún interpretados, cuando nos refiere aquel abandono de uno mismo, que propicia el llenado por el espíritu: pues es al abandonarnos nosotros, entiéndase: abandonar por completo nuestra voluntad, nuestro yo, cuando permitimos y podemos ser llenos del espíritu santo; leamos: “Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho”. (No os dejaré huérfanos S. Juan 14:18-31), ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es el templo del Espíritu Santo, que está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois ya vuestros? (Gálatas 5:22-25), entiéndase aquí: no sois nada en el sentido de lo que antes erais: vosotros, con vuestra voluntad, ahora sois la voluntad de Dios por el espíritu en vosotros). Pero ocurre, que del mismo modo que no podemos entender el concepto de la Nada y su significado hoy día, sin antes leer a Heidegger, menos podemos todavía y ni de lejos entender a un místico de la Edad Media, y menos aún lo que significa el Espíritu Santo, sin leer previamente y “entender” los evangelios y a quienes los escribieron..., de ahí, que el laico y profano en las escrituras se empeñe en hablar de la Nada y ver la Nada donde está la luz, pero él solo ve tinieblas: pues no puede entender "Al Espíritu de verdad, el cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce" (Juan 14:17).

Sin embargo, quien ha aceptado a nuestro señor en su corazón, recibiendo el bautismo por el espíritu, si lo reconoce, como le dice el señor a los apóstoles: “mas vosotros le conocéis; porque está con vosotros, y será en vosotros” (Juan 14:17). El problema de este estado de gracia divina, para un místico, y para cualquiera de nosotros, es (entonces y ahora) explicarlo, a quien no está en espíritu con Dios, pues en la explicación aquel que escucha se pierde, viendo la Nada, allá donde el místico ve la luz. «Tu propio "yo" ha de ser nada — (y no la Nada, nos dice) —, solo así atraviesa todo ser y toda nada», Meister Eckhart:

Pero este despojamiento trata, en contra de lo que muchos pudiesen pensar, no de una práctica ascética de moralidad o piedad, sino más de recibir la gracia que sale a nuestro encuentro, por medio del bautismo en el espíritu santo, por iniciativa misma de Dios (cuando se obra por la palabra del señor). No hay que hacer mucho más para alcanzar el don, solo seguir la voluntad y palabra de nuestro señor y salvador, dejándonos llevar y llenar por el espíritu: él, luego obrara. En otras palabras: habremos de saltar como niños, desnudos de toda doctrina, dejando hacer al espíritu santo (estando “este” por voluntad de Dios, ahora en nosotros) Por lo tanto, hablamos, que para posibilitar la obra del espíritu santo nos hemos de vaciar «del propio yo: que habrá de ser nada» entiéndase, la renuncia absoluta a nuestro ego y voluntad, para permitir obrar por medio de nosotros al espíritu santo: que ya nos somos nosotros, sino el señor en espíritu en nosotros. Pues quien obra por la palabra del señor atestigua a Dios y por ello recibe al espíritu santo en bautismo (no de agua, sino por el espíritu) y renacerá a una nueva vida en espíritu, como explica (Juan 3) Jesús cuando habla a Nicodemo, explicándole, que quien no nace de nuevo, no puede ver el reino de dios. Y Nicodemo, le pregunta, ¿cómo puede alguien volver a nacer siendo viejo?, a lo que Jesús responde… “El que no naciere de agua y del espíritu no puede entrar al reino de dios, lo que es nacido de la carne, carne es, y lo que es nacido del espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te dije, que es necesario nacer de nuevo: el viento sopla de donde quiere y oyes su sonido, mas ni sabes de dónde viene, ni a donde va, así es todo aquel que es nacido del espíritu”; a lo que Nicodemo pregunta ¿cómo puede hacerse esto?, y le responde Jesús: ¿Eres tú maestro de Israel y no sabes esto?... Porque de tal manera amó dios al mundo, que ha dado a su hijo unigénito, para que todo aquel que crea en él, no se pierda, más tenga vida eterna. Pues no envió dios a su hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvar al mundo por él, y el que en él cree y lo

reconoce no es condenado, pero el que no cree ya ha sido condenado…// y esta es la condenación del mundo: que la luz vino al mundo, y los hombres abrazaron más las tinieblas que la luz, pues sus obras eran malas (Juan 3:19-36). Lo más curioso de esto, es que el hombre sigue abrazando hoy las tinieblas y rechazando la luz. Kierkegaard lo ve claro cuando afirma: “el ser humano siempre se siente atraído por la falta y la carencia (la nada), llevándolo a un sentimiento de desesperación”;

Respecto de las enseñanzas de Eckhart observamos el vaciamiento y el desapego. Pues el predicador invita a la serenidad, aprendiendo que la serenidad está más allá del ejercicio de la libre voluntad humana y el dominio sobre las cosas (siendo, además, la serenidad uno de los atributos del espíritu santo). Pero Serenidad es también dejar ser a las cosas, lo que son, no tener, no saber, no querer nada. Solo esperar que lo vacío pueda ser llenado. Pues quien busca lo sagrado está siempre en actitud de esperar al espíritu santo, que lo habrá de llenar y conducir, siendo entonces cuando Dios nace en el alma humana. Υἱός μου εἶ σύ, ἐγὼ σήμερον γεγέννηκά σε· (Eres mi hijo, hoy te he dado a luz) (hebreos 5,5): «Ruego a Dios que me salve de Dios», dice Eckhart. Con esto, no renuncia a Dios, sino que invita a eliminar los elementos que se atribuyen a la divinidad, pero que nos alejan de ella. Sin embargo, en contra de lo que tantos afirman, el místico no puede experimentar a Dios como la Nada, ni mucho menos en la Nada, pues está lleno de él: del espíritu; lleno y hacia fuera, alumbrando, como una lámpara al mundo, colocada donde más se ve su luz: hasta hoy; pues…“no se enciende una lámpara y se pone debajo de una vasija (un almud), sino sobre el candelero, donde alumbra a todos los que están en la casa”. (Mateo 5-15)

A Eckhart se le atribuye una poesía de profundo misticismo llamada Granum sinapis («El grano de mostaza» der wek dich treit,in eine wûste wunderlîch, dî breit, dî wît, unmêzik lît. dî wûste hat noch zît noch stat, ir wîse dî ist sunderlîch./El camino te conduce a un maravilloso desierto, a lo ancho y largo, sin límite se extiende. El desierto no tiene ni lugar ni tiempo, de su modo tan solo él sabe. La metáfora es el desierto, dispone aquel lugar de despojamiento de nosotros mismos y al mismo tiempo de encuentro. El espíritu brota cuando estamos al borde de la desaparición: de dejar de ser nosotros, para que (Él) sea en nosotros. El desierto es el camino (simbólico) de la disponibilidad y la apertura que propicia al espíritu santo su llegada: no hay nada más, y no deseamos nada más que este nos alcance, cuando la última gota de nuestro yo se haya derramado como la arena entre nuestros dedos: muriendo al mundo, para así renacer de nuevo, donde de aquello que fuimos solo quedara una huella, que borrara un viento, que no sabemos de dónde viene, y como el espíritu que nos habita sopla, sin saber a dónde luego nos conducirá. El espíritu santo le habla al hombre en los silencios y las señales, mas este responde dando su testimonio por la palabra. Pues… “De cierto, te digo que de lo que sabemos hablamos y de lo que hemos visto testificamos (Juan 3-11). 

Una voz clama: Preparad en el desierto camino al SEÑOR; allanad en la soledad calzada para nuestro Dios (Isaías 40,3). Cantad a Dios, cantad alabanzas a su nombre; abrid paso al que cabalga por los desiertos, cuyo nombre es el SEÑOR; regocijaos delante de Él (Salmos 68:4). Él: Poca cosa es que tú seas mi siervo, para levantar las tribus de Jacob y para restaurar a los que quedaron de Israel; también te haré luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra (Isaías 49:6). El fruto del justo es árbol de vida, y el que gana almas es sabio (Proverbios 11:30). Pero la senda de los justos es como la luz de la aurora, que va aumentando en resplandor hasta que es pleno día (Proverbios 4:18). Muchos serán purificados, emblanquecidos y refinados; los impíos procederán impíamente, y ninguno de los impíos comprenderá, pero los entendidos comprenderán (Daniel 12:10)