Cuando una persona tiene pocas virtudes, como yo, solo le queda una cosa: decir la verdad. Sin embargo, la verdad puede ser tan dolorosa como una puñalada en el estómago, y causa de ruina para el que la esgrime. Es por ello, que la hipocresía domina nuestras relaciones con los demás y el mundo "Quien ha mirado hondo dentro del mundo adivina sin duda cuál es la sabiduría que existe en el hecho de que los hombres sean superficiales. Su instinto de conservación es el que les enseña a ser volubles, ligeros y falsos" (Nietzsche). Decir la verdad, lo que sientes o entiendes a otra persona, sobre todo si tiene algo que ver con esa persona, es arriesgarse a perder la amistad, o en términos muy generales, a ser excluido por el ente social. La verdad no solo nadie quiere escucharla: sino que nadie la dice. Además: Duele. De modo que quizás no quieras leer lo que sigue.
¿Por qué no
hablamos nunca de nuestros sueños? De los verdaderos sueños; de nuestras
ilusiones y esperanzas, aquellos anhelos que gritamos cuando éramos niños.
Básicamente, porque son imposibles de realizar y, de algún modo, nos
avergüenza, ya de mayores, reconocerlo. Mi sueño de niño era ir a la luna: imposible,
pensaréis. Pero he dicho sueños, y ese es solo uno: el imposible —al menos aquí
en España— debido, principalmente, a que en España no se forman o formaban
astronautas. Pero vamos con el otro: "el sueño posible", que no es
menos complicado que el primero, pero entra dentro de la realidad posible, y
este sí suele ser la causa de todas nuestras penas y tristezas, pues se nos
muestra en la distancia, aparentemente al alcance, y es aún más secreto que el
primero, pues expone todas nuestras limitaciones e, igualmente, es la causa del
abandono y pérdida de nuestras esperanzas, del desconsuelo, la amargura y la
tristeza. Surge casi siempre de unas expectativas que vemos concluidas en el
tiempo, sea por la edad o las variables de toda vida; por ejemplo, para quien
erró tomando un camino y no otro, su deseo sería volver al punto de inflexión
(ya da igual las consecuencias posibles). Así el camino condujese al mismísimo
infierno o la muerte, daríamos la vida por recorrerlo, porque era —y así lo
reconocemos— nuestro camino: el que habríamos elegido, pero en algún momento
abandonamos.
Sin embargo,
pronto te das cuenta de que no eres el único, que no estás solo (todos, o casi
todos, renunciaron), y eso hace más fácil aceptarlo: entonces, la sociedad de
vencidos y afligidos te abraza y acoge (eres uno más). Claudicaste y no hay
vuelta atrás. Luego, harás de la monotonía, el trabajo, el gasto absurdo y
cuarenta días de vacaciones al año tu pasión e ilusión; y, posiblemente, hasta
te encadenes a un banco de por vida, embaucado por la necesidad de hacer y
tener lo mismo que todos aquellos que te rodean, y que no hicieron otra cosa
que lo mismo que otros a los que conocían o estaban a su lado; y que hicieron
lo mismo que otros antes que ellos, que hicieron lo mismo que otros que ya
estaban allí cuando ellos llegaron, pero que… no estaban allí porque querían,
sino porque los embaucaron, los engañaron y encarcelaron en prisiones de
cristal y asfalto, arrebatándoles sus sueños e ilusiones. Son “los mismos que
te la quitaron a ti”, y que son hijos de aquellos primeros: ladrones de
personas y sueños, creadores de sistemas, esclavos y cárceles de ilusión y
fantasía. Y lo peor aún no ha llegado.
En cuarenta días
harás del cemento y el asfalto tu hogar y allí transcurrirá toda tu vida, sin
excepción. Y de aquellos cuarenta días, que solo serán eso: cuarenta días de
vacaciones y ni uno más, serán muchas veces donde encontrarás algo de
justificación a lo absurdo de tu vida. Cuarenta días al año, a eso queda
reducida tu vida para hacer lo que quieras o puedas. Cuarenta días. Y esta
será, posiblemente, la mejor versión que encontrarás de tu vida: una vida igual
a la de todos, haciendo lo mismo todos los días. Te levantas, un día tras otro,
para ir a trabajar, para ganar dinero que devolverás puntualmente con intereses
a quienes te lo prestaron, para así poder hacer lo mismo al otro día: ir a
trabajar; para volver a ganar dinero, volver a pagar y devolver, y que te dejen
ir a trabajar al otro día ―los detalles particulares lo mismo dan―. Te levantas
porque debes, vas donde debes y vuelves cada noche porque debes, y al otro día
lo mismo, y algún día hasta llegarás a pensar que eso es lo que quieres, y
dirás en voz alta: Yo voy donde quiero y hago lo que quiero, como quiero y
cuando quiero, y de repetirlo en voz alta una y otra vez, llegará el día en que
te lo creas.
Y serás la
persona más feliz y estúpida que ha pisado la Tierra. Te reirás de los monos y
hasta matarás todo aquello que sea libre o te recuerde lo que tú no eres. Verás
lo natural y genuino absurdo desde tu absurda vida, rodeado de seres absurdos,
en sociedades deslumbrantes y cegadoramente absurdas donde podrás elegir un
nuevo sueño, especialmente diseñado para ti, dentro del mejor catálogo de
sueños absurdos, y hasta el Everest estará a tu alcance. Siempre que, cuando
bajes de allí, vayas a trabajar al otro día, para ganar dinero y volver a pagar
tus facturas, y poder así volver a trabajar al otro día y, así, volver algún
día a vivir el sueño de tu vida con 700 personas más que, curiosamente, están
haciendo realidad también su sueño por catálogo: tú mismo sueño, ese mismo día.
Y volverás pensando que eres feliz, y así estará completa tu vida: viviendo
sueños por catálogo durante esos cuarenta días.
Pero, sobre
todo, serás feliz porque ese sueño empeñó aún más tu vida, señal de que, dentro
del mundo de los absurdos, tú eres más absurdo todavía; y podrás destacar si te
lo propones, solo tienes que trabajar y empeñarte endeudándote más, y llegarás
a jefe de un grupo de tristes, aburridos y absurdos ciudadanos algún día. Y,
para entonces, ya serás muy feliz y todos lo sabrán, pues la sociedad absurda
hace de la felicidad absurda un objeto reconocible por otros seres absurdos.
Por ejemplo, al entrar en tu casa, que vale cincuenta veces más que la de otro
que es, absurdamente, cincuenta veces menos feliz que tú, o comprando un coche
por el que habrás trabajado más de mil días absurdos de tu vida, porque cuanto
más tiempo de tu vida absurda cueste aquello que compraste sin necesitar, más
fácil será para todos reconocer que, de entre todos, destacas escalando
socialmente con el objetivo de ser más tonto todavía.
Pero, amigo:
No se te ocurra dejar de ir a trabajar ni un día, ni uno solo más de esos
cuarenta días. Luego, en silencio, antes de regresar a la rutina, pedirás y
suplicarás: Lo que daría por un día más… un solo día. Hasta ese punto te han
reducido. Un día más de libertad, un solo día en que no tengas que pedir
permiso para ir a pasear con tu hija por el centro de la ciudad; un día que, ni
con todo tu dinero, podrás pagar sin arriesgar perderlo todo, si lo tomas sin
permiso, fuera de esos cuarenta días.