II -Precipitarse hacia las propias consecuencias.
Hoy más que nunca podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que pertenecemos a la era de la complejidad y la incertidumbre (S. Pániker). Las barreras que antaño nos recluían en celdas “sociales” apartados de esperanzas y anhelos han ido cayendo. Los hombres no nacen condicionados y las aspiraciones no se ven limitadas, debido a un bajo estatus social. Consecuentemente, desde muy jóvenes todo lo que somos, tenemos o la opinión que merecemos a los demás nos parece insuficiente; nos sabe a poco queriendo más reconocimiento: deseamos sentirnos protagonistas, incluso diferentes al resto de la sociedad. Sin embargo, al levantamos por la mañana la realidad nos saluda, como todas las mañanas: arrojándonos a la cara un jarro de agua fría. Nos miramos entonces ¿Cuántas veces?, resignados frente al espejo, aborreciendo de lo que somos y nuestra vulgaridad; y nos afligimos por todo aquello que deseamos desde lo más profundo del alma; desde esa misma profundidad por la que igualmente sabemos que jamás lograremos el propósito a alcanzar. Pero he aquí el lugar: “la fortaleza” de nuestro hogar y el instante frente al espejo: precioso lugar y momento, en el que la inconsciencia se despereza y nos mira desde el otro lado con nuestro propio reflejo, susurrándonos con voz grácil y seductora, de tal manera que las palabras adquieren propia luminiscencia: más cuando «Rotas y sin vigencia, las normas que durante tanto tiempo prestaron contingencia dentro de la sociedad al individuo, no puede este ahora construirse una dignidad, sino del fondo de sí mismo» (Gaset). Pero cuidado: la imaginación es mala cabalgadura para un hombre sensato, lo decía Pío Baroja y no le faltaba razón. Hay ocasiones, en que esas efímeras e inofensivas visiones ( insinuaciones), plagadas casi siempre de buenas intenciones, mueven a despertar profundos deseos y exacerbadas pasiones, que lejos de parecer arriesgadas nos seducen de manera singular: tirando de nuestras almas —desoyendo las advertencias— cuando atisbamos a lo lejos la posibilidad de ir más allá, ser más allá convencidos de hacer posibles aquellos sueños. Se trata de verdaderos orgasmos deslumbrantes de luz delirante y fabuladora (de los que circe ya nos advierte por odiseo), que incitan a mover y cambiar el modo de ser y pensar al individuo: a actuar, creyendo, que si seguimos adelante, lograremos permutar el mísero destino al que se dirige nuestra existencia.
No negaré que el ejercicio resulta convincente, y más para quien ya se encuentra desilusionado consigo mismo (y lo observamos precisamente en todos aquellos que permutan sus vidas, como si se tratase de ser otro / vivir otra vida). De modo, que la catarsis ciertamente contribuye al embelesamiento, desmantelando así toda defensa y juicio —frente a ese caballo blanco que avanza llamado voluntad—, que el individuo pudiera haber construido, dándole algo de tiempo y así defenderse de su violencia. Violencia devastadora, con la que luego irrumpe arrasando cual salvaje montura pertrechada de etéreas substancias, invitándonos a cabalgar, haciendo frente a las eventualidades del mundo que puedan salir al paso. Muy pocos son entonces los que intuyen el enorme coste y sacrificio que supone tan precipitado juicio; una determinada elección en nuestra vida, sobre todo, cuando se quiere ir más allá de uno mismo. Y son menos aún, quienes cuentan con que la tormenta pueda tragarse, mandando a pique la tan anhelada empresa.
No son pocas las ocasiones, que embarcamos la vida en un frágil junco, construido apenas con algo más que buenas intenciones, y sin saber que nos aventuramos a un mar bravío, seno de frustraciones y desventuras: una travesía muchas veces malograda ya de antemano, por no haber calculado “la infinitud del deseo” ni previsto las dificultades de tan arriesgada singladura. No pasa mucho tiempo para cuando la tempestad arrecia desarbolando las velas: desatando los problemas y volviendo a los titanes en contra nuestra. Sólo entonces nos acordamos de aquellos desestimados consejos y advertencias surgiendo las primeras dudas: recelos primero, que darán paso al miedo, que se agrava durante la noche cristianizado en sombrías pesadillas que una vez manifiestas, se tornan perversas acechando y atormentando al individuo: consumiéndole más que la propia vida. Con ellas se revelarán uno tras otro todos los peores fantasmas, surgidos como demonios no invocados en la noche oscura: duendes que invitados por ese “otro yo” que algunos afirman "todos llevamos dentro", y disfruta martillando lenta la conciencia cuando nos reprocha que quizá nos equivocamos (que no hicimos caso); o aún peor, recordándonos lo terriblemente atroz y absurda en que puede llegar a convertirse la propia vida. Por fin, y una vez ya presa de la red tejida por el caos y la incertidumbre: la misma, donde deposita sus gérmenes la locura, veremos el futuro de forma muy distinta; sintiéndonos, como aquel que tantas veces frecuentó la angustia y la duda, dotándola de sentido, y que de manera elocuente al preguntarse qué le depararía el futuro, comparó sus sensaciones con las de una araña que desde un punto fijo se descuelga, suspendida, teniendo ante sí siempre el enorme vacío, pataleando sin encontrar un lugar donde apoyarse: víctima de su propia voluntad y precipitada hacia a sus propias consecuencias.
III
UN LUGAR MÁS ALLÁ DE LAS SIRENAS
Por desgracia, la literatura o relatos existentes
no nos hablan de aquellos que partieron un día y sucumbieron antes de poder
regresar con noticias e historias de sus destinos, y que dejaron pudriéndose
sus huesos y pieles al sol. Sin embargo y como cabría esperar, existen otras
versiones —menos comentadas— que circulan entre algunos hombres de la mar y la montaña.
Se trata de antiguos y curiosos relatos que, con el tiempo han formado parte de
la leyenda y de los que es muy complicado afirmar su veracidad. En todo caso,
es algo que tan solo conocen unos pocos, los más viejos y sabios que guardan
celosamente de desvelar a extraños. Solo, la ingenuidad de quien pregunta puede
abrir los labios sellados de quienes protegen su secreto. Solo entonces —abordo
de un pesquero en alta mar o en el interior de inalcanzables refugios en las
montañas, sobre heladas cumbres, cuando la nieve cubre los pasos y los hombres
se reúnen arropados por el fuego— es cuando se relata no sin temor, que hay
quienes un día escucharon una llamada partiendo, no sabiendo nadie de ellos
durante semanas, meses o incluso años —llegando a dárseles por muertos— o
perdidos en la tormenta, pero un día volvieron, regresados quizá por la misma
tempestad que se los había tragado, y portando aquellas mismas ropas que cuando
se fueron; raídas por el tiempo y evidenciando miserias y penalidades; si bien,
quienes los vieron llegar afirmaron que luego de hablar con ellos parecían ser
otros: personas muy distintas de las que un día partieron, y que al ser
preguntados sobre donde estuvieron, jamás lograron sonsacarles o que hablaran
de ello. Como si un fiel juramento sellara sus labios para la eternidad y la
vida les fuese en ello. Tan solo se podía observar una delicada sonrisa y un
brillo radiante en su mirada al ser preguntados, y que delataba a aquellos
rostros magullados por el frío, el sol o la sal. Aquel brillo, decían los
viejos, era el reflejo de quienes alcanzan un destino utópico a la razón,
inimaginable al simple mortal, donde se encuentran todos los matices de la
tierra y el universo. Un lugar en el que la naturaleza (que gusta de ocultarse)
se muestra al hombre y le hace partícipe de su grandeza, velada hasta entonces
a sus sentidos. Ese lugar donde el hombre, solo después de mucho batallar, y desafiando
la propia vida con la muerte puede alcanzar la verdadera patria, y aquella paz tan
anhelada para con sus semejantes y consigo mismo.
Sin embargo, esa misma y terrible ausencia
de hechos confirmados y contrastados de noticias, acerca de aquellos valientes
o locos desvariados, que arriesgando su vida hubiesen partido hacia las verdes
praderas; agudiza el talante mítico de tan asombroso lugar, pues sugiere
dos posibles opciones. Una de ellas, la mítica: «aquel que imprudente se
acerca al lugar ya no vuelve a su hogar, sino que le hechizan las sirenas con
el sonoro canto sentadas en una pradera y tiñendo a su alrededor enorme montón
de huesos de hombres putrefactos cuya piel se va consumiendo». La Otra,
escéptica: «se trata de seres y lugares imaginarios: inventados por la mente
humana y no habitan otro lugar que esta». Cabría entonces preguntarse
entonces ¿qué puede haber de cierto en todo ello? Evidentemente, recurriendo a
la lógica y a la razón, una respuesta parece demoledora. Pero no seré yo, quien
la manifieste o argumente pues saben las divinas Cárites que de ello me
guardaré, como me he guardado del hambre y la peste. Y al punto viene
observar esta exhortación que transmito, "pues
aquellos que ligeros emiten juicios y de confianza se sienten colmados — erguidos
sobre el arrecife de las Sirenas (cabo de gata, nijar)— , estos los primeros serán hechizados" .
Precisamente Pausanias (aquel griego de provincias de profesión sus viajes) — no solo poeta sino también filósofo, que vivió bastante y deambuló mucho más — perteneciente a la escuela escéptica de Pirrón de Elis, al igual que
Timón de Fliunte y por ello pragmático estudioso de Homero, como lo fueron:
Aristóteles y Eustaquio “comentarios a la Iliada”; Heraclito "alegorías
homéricas” y Platón “Hipias menor”, es quien al final de su Nekuia «evocación
de los muertos» cierra de modo inquietante sin aparentemente motivo y
advirtiendo al lector, de tomar a la ligera juicios, aunque no sabemos exactamente
relacionados con qué. Pues al tratarse tan solo de un fragmento —perteneciente
a la parte final— desconocemos, que poderosos motivos pudieron llevarle a
manifestar tal advertencia, cuando de por medio andan las sirenas.
Llegados a este punto, quizá, debamos ser
nosotros quienes intentemos atisbar: si encerrado entre el mito y la leyenda
existe algo más, algo que podamos extrapolar a la realidad. Entiendo, por
supuesto, que puede parecer una tarea complicada y reservada a quienes tras
muchos años de estudios y formación poseen, el método y el medio, para bucear
en la compleja dimensión en la que se muestran tan singulares textos. Pero razonemos
un momento y situémonos en la piel del poeta; comprendamos su modo de ver el
mundo, las personas, los sentimientos; o, mejor aún, reflexionemos acerca del
modo de expresarse de estos. Me viene a la memoria una vieja lectura; “la
poesía” - Borges, donde alude al Panteísta Irlandés Escoto Erigena, quien dijo, “La
sagrada escritura encerraba un infinito número de sentidos"
comparándola con el plumaje tornasolado de la cola de un pavo real. Luego, de
todos es conocido que los poetas, proceden por hipérbolas; pues bien, al leer
poesía caminamos, a veces sin saberlo, sobre una calculada y trabajada
configuración metafórica, con la que ha entretejido el autor su poema.
Lentamente, al profundizar en este, y del tumulto de sus palabras se comienzan
a advertir diversos significados; interpretaciones, todas posibles, pero de las
que tan solo una permanecía latente en la mente del autor: “Su mensaje”
o, en este caso “advertencia”. Así pues, la pregunta correcta, no sería
¿qué son? sino, ¿qué es aquello que representan? A qué se está refiriendo
realmente el poeta, cuando nos advierte de las sirenas.
Pero no esperen por mi
parte una respuesta. Desembarazarse del oscuro y abultado velo que cubre
nuestras conciencias y ver más allá, es tarea que incumbe individualmente a
cada uno de nosotros: un ejercicio intimista y personal. Ya resulta
bastante embarazoso para mí, que tener que hablar de aquellas emociones que más
profundamente me embargan: voces, que en ocasiones resuenan con fuerza en
nuestro interior, provocando, que alcemos la vista hacia lugares insólitos y
lejanos de nuestras tierras. Lugares, donde habita la fascinación y el encanto
y, desde donde se escucha el sutil y melódico canto de unas vírgenes aladas que
con pujanza, tiran de nuestras almas. Cuánto más complicado, todavía, sería
para mí tener que razonar, describir esas pasiones que nos llevan
voluntariamente a partir en una azarosa búsqueda y, más aún, hacerlo a aquellos
que las ignoran. Que ignoran el sonido oculto y camuflado tras el fuerte
viento, en las montañas; o tras el rugido de olas que se estrellan furiosas
contra las rocas, en solitarios acantilados; en el lamento que exhala la nieve
al crujir bajo las botas, cuando es pisoteada; o el monótono rumor que se
advierte risueño, en primavera bajo los vapores de un diminuto arroyo del
agua escarchada; en ese destello que se filtra buscándonos entre las hojas
de los árboles al levantar el sol, tornando de tonos extraños y mágicos la
realidad, como si está, de alguna sucinta manera tratase de insinuarse,
mostrando por unos instantes tonos extrañamos, antes ocultos sobre aquellas
mismas formas. Cuánto más complicado, todavía, sería para mí tener
que razonar, describir esas pasiones que nos llevan voluntariamente a partir en
una azarosa búsqueda y, más aún, hacerlo a aquellos que las ignoran. Que
ignoran el sonido oculto y camuflado en el fuerte viento: en las
montañas, o tras el rugido de olas que se estrellan furiosas contra solitarios
acantilados en las rocas; cómo podría describir ese lamento que exhala la nieve
al crujir bajo las botas, al ser pisoteada, o el rumor del agua que se advierte
risueño en primavera bajo los vapores de un diminuto arroyo en la escarcha; o
la mirada en ese destello que se filtra buscándonos entre las hojas de los
árboles al levantar el sol, y que torna de tonos mágicos la realidad, como si
está, de alguna sucinta manera tratase de insinuarse, mostrándome por unos
instantes tonos extrañamos, antes ocultos sobre las mismas formas. Cómo
explicar esa necesidad de mirar, escuchar y hablarle a las estrellas, de ir más
allá del horizonte y seguir adelante caminando entre la tempestad cuando,
aparentemente, delante no hay más que soledad y un intenso frío, sin saber qué
Parca, o qué más allá en silencio nos aguarda.