La filosofía es un sistema de radicales actitudes interpretativas, y por tanto intelectuales, que el hombre adopta en vista del acontecimiento enorme que es para él encontrarse viviendo. Esta su vida con que se encuentra incluye el acontecimiento que él es para sí mismo, y todo un mundo de otros acontecimientos en que las demás cosas le son. Pero sería un error malentender esa fórmula dando por supuesto que la filosofía -aquel sistema de radicales opiniones- tiene que ser siempre positiva, esto es, que consiste por fuerza en un sistema de doctrinas afirmativas sobre los problemas que la movilizan, en una imagen del mundo «llena». Se olvida que a la filosofía positiva acompaña siempre su atravesado hermano, el escepticismo. Este es también una filosofía: en ella se construye el hombre laboriosamente -más laboriosamente aún que en las filosofías positivas o dogmáticas- una radical actitud defensiva frente a los falsos mundos posibles, y al estar en esa negatividad de todo saber, se siente en lo cierto, fuera del error, ni más ni menos que el filósofo dogmático. Tendríamos, así, en el escepticismo una imagen del mundo esencialmente vacía que lleva a la afasía αϕασια o abstención del juicio, a la apatía απαυια o austeridad -αυστηρια, austería-, la actitud seca, fría, severa ante todo. En rigor, ni siquiera cabe hacer esa distinción entre dogmatismo y escepticismo. Lo dicho hace un momento comienza ya a descubrirnos que toda auténtica filosofía es a la vez escéptica y dogmática. Con lo que sigue acabaremos de verlo.
El hombre se dedica a esta extraña
ocupación que es filosofar cuando por haber perdido las creencias tradicionales
se encuentra perdido en su vida. Esa conciencia de ser perdimiento radical, de
no saber a qué atenerse1 (1 Véase En
torno a Galileo, capítulo «La verdad como coincidencia del hombre consigo
mismo» [En Obras Completas, t. V, y en la colección El Arquero] es la
ignorancia. Pero esta ignorancia originaria, este no saber fundamental, es el
no saber qué hacer. El es quien nos fuerza a forjarnos una idea de las cosas y
de nosotros mismos, a averiguar qué es «lo que hay» en realidad, a fin de
poder, en vista de la figura que el Universo nos presente como «siendo lo que
en verdad es», proyectar con seguridad, esto es, con suficiente sentido nuestra
conducta y salir de aquella originaria ignorancia. La ignorancia teorética, el
sorprenderse no sabiendo lo que las cosas son, es secundaria a la práctica que
podemos llamar «perplejidad», como al no-saber teorético debemos dejarle el
nombre de «desconocimiento».
Pero si en la ignorancia precede la
práctica ala teorética, en el saber pasa lo contrario: el sistema de nuestros
quehaceres es secundario al sistema de nuestras teorías, de nues- tras
convicciones sobre lo que las cosas son, el «saber qué hacer» se funda en el
«saber qué es». Con ajuste mayor o menor, en cada etapa humana el sistema de
las acciones está encajado en el sistema de las ideas y por estas orientado.
Una variación de cierta importancia en nuestras opiniones repercute
terriblemente en aquellas.
Esta es la razón por la cual no cabe
perfección de la vida -esto es, seguridad, felicidad- si no se posee claridad,
si no se está en claro sobre el Universo. El saber perfecciona el quehacer, el
placer, el dolor, pero viceversa, estos impulsan y dirigen o telekinan a aquel. Por eso cuando la
filosofía, después de sus balbuceos iniciales y hallazgos fortuitos, va a
partir formalmente en su histórica travesía de milenaria continuidad, se constituye en la Academia platónica como
una ocupación primordialmente con la ética. En este punto Platón no dejó
nunca de ser socrático. Paladina o larvadamente la filosofía implicó siempre el
«primado de la razón práctica». Fue, es y será, mientras sea, ciencia del que
hacer.
Si es la filosofía esto que he dicho
se sigue inmediatamente que no podemos ver en ella una ocupación ingénita o
connatural al hombre. No: para que la filosofía surja es menester que el hombre
haya vivido antes de otros modos que no son el filosófico. Adán no puede ser
filósofo o, por lo menos, sólo puede serlo cuando es arrojado del Paraíso. El Paraíso es vivir en la creencia, estar
en ella, y la filosofía presupone haber perdido esta y haber caído en la duda
universal. Gran síntoma de que nuestro admirable Dilthey, quien nos trajo
las gallinas del pensar histórico, no llegó nunca a la suficiente posesión de
la «razón histórica» es que considere la filosofía, junto a religión y
literatura, como una posibilidad permanente ―por tanto, ahistórica―
del hombre. No; la filosofía es una posibilidad histórica, como todo lo humano,
y en consecuencia, es algo a que se llega
viniendo de otra cosa. Historia es «venir de», «llegar a» y «dejar de». La filosofía solo puede brotar cuando han
acontecido estos dos hechos: que el hombre ha perdido una fe tradicional y ha
ganado una nueva fe en un nuevo poder de que se descubre poseedor: el poder de los
conceptos o razón. La
filosofía es duda hacia todo lo tradicional; pero, a la vez, confianza en
una vía novísima que ante sí encuentra franca el hombre. Duda o aporía, y euporeía o camino seguro, méthodos, integran la condición
histórica de la histórica ocupación que es filosofar. La duda sin vía a la
vista no es duda, es desesperación. Y la desesperación no lleva a la filosofía,
sino al salto mortal. El filósofo no necesita saltar, porque cree tener un
camino por el cual se puede andar, avanzar , y salir a la Realidad por propios
medios.
La filosofía no puede ser algo
primerizo en el hombre. Primum est vivere, deinde philosophari. Resulta que esta bellaquería es
verdad, previa extirpación de la infusa bella quería. Quiere decir simplemente
que el hombre «está ya ahí» antes de filosofar. y ese «estar ahí» no es sólo,
no es ante todo un hallarse en el espacio cósmico, sino un estar ya complicado
en el vivir, actuando en él lo demás del Universo y reaccionando él frente a lo
demás. Cuando la flauta filosófica empieza a sonar entra ya, predetermina- da,
por una sinfonía que ha comenzado antes que ella aliente y la condiciona.
Primero es vivir; luego, filosofar. Se filosofa desde dentro de la vida -en una
extraña forma de estar «dentro» que en seguida veremos- cuando ya existe un
pasado vital y en vista de cierta situación a que se ha llegado. Más aún:
ontogenéticamente la filosofía supone transcurrida la etapa ascendente de la
vida, la plenitud del vivir. El «niño prodigio» no es posible en filosofía1 /(1 Solo se ha dado un caso que confirma la
regla. Schelling a los dieciocho años tenía ya un sistema filosófico. Pero la
irresponsabilidad de este soi-disant sistema queda probada por el hecho de que
Schelling se pasó el resto de su vida -murió de ochenta años- creando otros
sistemas filosóficos en ininterrumpida sucesión, pompas de jabón del eterno
niño genial que fue) Platón y Aristóteles se daban cuenta de que la
filosofía es cosa de viejos -como la política-, aunque el primero lo ocultaba
para no espantar a los jóvenes gimnastas que entre dos lances de disco o dos
carreras alargaban hacia él el cuello y con el cuello el oído2 /(2 Con lo cual resulta que el filósofo solo
puede aprovechar en su vida la filosofía que ha creado en la forma de una
maravillosa lucidez que irradia su senectud, y es un peculiar modo de «volver a
ser joven» que únicamente posee el filósofo. La razón decisiva de todo esto no
se puede dar aquí, porque radica en el concepto de «experiencia de la vida»;
mas contra lo que puede parecer, decir qué es la «experiencia de la vida» es
una de las cosas más difíciles de decir que existen, casi tanto como adquirirla.
Filogenéticamente, la filosofía nace cuando la helenía tradicional yace
decrépita).
No sólo no hay philosophia perennis, sino que el
filosofar mismo no perenniza. Nació un
buen día y desaparecerá en otro.
Ese día que optimistamente llamamos bueno, sobrevino en proximidad extrema con
la fecha de 480 antes de Cristo. Con azorante coincidencia temporal, meditan
entonces, lejos el uno del otro, Heráclito y Parménides. Acaso Heráclito era un
poco más viejo que Parménides. La obra de ambos debió de cuajar en torno a 475.
Esa obra circunstancial de dos determinados hombres en una concreta etapa de la
vida griega inauguró la nueva ocupación humana, hasta entonces desconocida, que
llamamos con un nombre ridículo «filosofía». Yo estoy en este preciso instante
ocupándome de la misma manera. Entre aquella fecha y este instante de ahora,
los hombres han hecho su ingente « experiencia filosófica» .Con estas palabras
quiero designar no lo que del Universo se haya descubierto mediante la filosofía,
sino la serie de ensayos que durante estos veinticinco siglos se han hecho para
habérselas con el Universo mediante el procedimiento mental que es filosofar.
Se ha experimentado el instrumento «filosofía». En esa experimentación se han
ido ensayando los modos diversos de hacer funcionar aquel instrumento. Cada
nuevo ensayo aprovechaba los anteriores. Sobre todo, aprovechaba los errores,
las limitaciones de los anteriores. Merced a esto cabe hablar de que la
historia de la filosofía describe el progreso en el filosofar. Este progreso
puede consistir, a la postre, en que otro buen día descubramos que no sólo este
o el otro «modo de pensar» filosófico era limitado, y por tanto erróneo, sino
que, en absoluto, el filosofar, todo filosofar, es una limitación, una
insuficiencia, un error, y que es menester inaugurar otra manera de afrontar
intelectualmente el Universo que no sea ni una de las anteriores a la
filosofía, ni sea esta misma. Tal vez estemos en la madrugada de este otro «
buen día».
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