Muchos años me he estado acostando temeroso de que apenas fuese a acostarme y, sin tiempo, apenas de cerrar los ojos, sentía el desasosiego turbar mi frágil descanso(1). La calma y el silencio que antes de irme a la cama circulaban, como suaves y tibias corrientes perfumadas sobre mi cuarto, se desvanecían ante la convulsa impresión causada del abismo, que surgido de la nada, parecía engullir de una enorme bocanada mi cuerpo: arrojándome a un vacío expectante, en el que lentamente iban apareciendo aquellas criaturas que moran sus avernos, acechando mi alma y cubriéndola de espanto. Así ha sido una noche tras otra, durante años.
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