Jordi Maqueda / Aislarse en el caos
Aceuchal, Badajoz
AISLARSE EN EL CAOS
SIEMPRE HA SIDO SOLO CUESTIÓN DE ELEGIR
Sólo del desconocimiento surge la verdadera angustia, Se mire como se mire, la vida (la sociedad) parece un cúmulo de desengaños, falacias y mentiras; esto es obvio, al igual que es obvio que son muy pocas: una minoría las personas que alcanzan de pleno alguna de sus metas y propósitos en esta vida. De otro lado luego está la inmensa mayoría: aquellos que deberán conformarse con lo que las circunstancias, el entorno y los acontecimientos o accidentes propios de la existencia, les permitan ser, a saber: serán lo que puedan (u otros les dejen ser) más allá de lo que un día se propusieron ellos ser. “Pues un hombre hace lo que puede, con lo que otros van dejando de él”—vino a decir, no precisamente un ingenuo. Y, sin embargo, lo peor no es la capitulación de uno mismo, de las propias aspiraciones: hincando la rodilla y viéndose agonizar (envejecer) lentamente. No. Lo peor es angustia que envuelve la imprecisa perspectiva del futuro que aguarda… esa mirada al fondo del abismo sabiendo, que el siguiente paso conlleva hundirse de pleno en él. Y todo, porque un día, el peor día de sus vidas, sin duda, eligieron morir “algunos lentamente” dejando que se derrumbasen, desvaneciéndose paulatinamente todos sus sueños y expectativas: se dejaron de mover. Llegados a este punto y luego el momento, la angustia castiga con toda su furia el alma: al saber y reconocernos los únicos responsables de nuestros actos y de las consecuencias de aquellos (todo lo que no hicimos, ni podremos ya hacer). Por tanto, quien tenga valor y aún este a tiempo, que elija: siempre ha sido solo cuestión de elegir
Vivir es elegir ―esta apreciación, seguro que no se le escapa a nadie―. Vivir es tener que tomar decisiones y tomarlas a diario. Luego en cada elección, en cada acto, nos vamos haciendo y definiendo a nosotros mismos, transformándonos y siendo hacia aquello a donde nos dirigimos, a la vez que nos comprometemos con el destino. Solo al elegir, vivimos "genuinamente" nuestras nuestras vidas. Pero vivir, también es renunciar y arriesgarse; cuando elegimos y tomamos una decisión emprendemos un camino nuevo, e igualmente, estamos renunciando a algo. Es por ello, que al elegir esto o aquello (al movernos) afirmamos, al mismo tiempo el valor del camino. Todo así, la cuestión parece sencilla ("moverse") y quien no lo entienda, sencillamente es que no aprendió nada todavía (la vida proveerá). Por tanto pensemos, antes de detenernos por demasiado tiempo en este o aquel lugar, no vayamos a perdernos algo más adelante, o lo que es peor: no vayamos a perderlo todo, aún más allá.
jordi maqueda 2020
La “verdad” que interesa, en aquello (que penetramos) es lo que de verdad nos interesa “saber”: Saber de una verdad, y solo de esa verdad, por que es nuestra verdad y la que nos interesa desvelar.
En junio de 2022 me vi llevado por una fuerza manifiesta a escribir en torno a la Nada y todo lo que ello conlleva; poco después me vería sorprendido ante la intención de refutar esta. El trabajo empezó a tomar forma en este blog ya desde aquel primer momento, donde formulé unas primeras líneas fundamentales de este escrito, que sigue progresando con base en la misma idea; además, de una dura crítica social, que sucesivamente he ido desarrollando y todavía ando en ello. Aunque no he sometido todavía mis ideas otros la idea es pública. En cuanto a mí, no se molesten en buscar referencias: no soy nadie, solo aquel que dice lo que piensa.
Antes
de comenzar a escribir estos textos —las entradas que componen este nueva serie
que aún no tiene un título— me quise aislar del (del mundo, aunque en muchos
sentidos ya lo estaba, y si me faltaba algo por aislarme por completo, estos
escritos, terminaron por concluirlo). La razón para aislarme, era
mantener el ruido a unos niveles aceptables para mí,
pues, y esto es importante: anularlo por completo no solo es imposible, además,
de poco aconsejable, porque no sería la primera vez, que disimulada en eso
llamamos ruido, insistiendo oculta una señal esperando ser revelada. Recuerdo,
y solo por poner un ejemplo, a aquellos dos ingenieros (radio-astrónomos para
más señas) que trabajando para la compañía telefónica estadounidense ATT, y
mientras trataban de entender la fuente de un ruido que aparecía en sus
receptores de radio, paradójicamente, y de forma casual descubrieron lo que fue
finalmente reconocido como la radiación a 3 K del fondo cosmológico (una señal
predicha teóricamente a finales de los años cuarenta) y que a la postre, les
hizo merecedores del premio Nobel de Física, en 1978), siendo este ejemplo
extrapolable a todos nosotros, en cualquier ámbito de nuestras vidas. Lo que
quiero decir, es que la televisión, y el teléfono celular (aquello
más disruptivo) fue a parar a una caja. Me quedé con una pequeña radio
—para no ser el último en enterarme si se acababa el mundo—, con mis plantas y
como siempre algo trabajo de limpieza para desbloquear ideas; luego, cambie el
sol del medio día por la noche / y por las estrellas: esas mismas estrellas que
me acompañan desde muy joven lo largo de mi vida allá donde quiera que esté, esto
fue lo que permaneció a mi alrededor, además, del lucero al amanecer que me
daba los buenos días cada mañana.
Luego, y como es pertinente cuando se
abordan determinados temas, precisaba de un cierto grado de lucidez mayor al
acostumbrado, pues de otro modo, es imposible discernir siquiera las cuestiones
y preguntas correctas —ni que decir las respuestas a estas— por los medios
naturales de la razón, siendo preciso otro enfoque: más atrevido, liberándome de
las ataduras y cargas con las que esa misma razón se aferra a aquello que
llamamos realidad. Recursos estos que, por cierto, ya nuestros antepasados
manejaban en tiempos antediluvianos, que todavía residualmente, en algunos
lugares son esgrimidos por algunos individuos, y que parecían permanecer en mí.
Algunas personas llamarían hoy a esto “acomodar la mente”, aunque
tiene otros nombres: pero no se confundan... Pues he
escuchado acerca de personas — refiero personas que escriben, sobre todo—, que
se alejan del lugar donde tienen la residencia, de las ciudades y de las
personas que conocen y aman “perdiéndose” muchas veces a una casa apartada en
el campo o bosque (es un ejemplo), “en un intento de desconectar”—dicen, buscando
aislarse físicamente y mentalmente del ruido
inarticulado de las calles de las ciudades, o de la propia la casa, y familia, en
definitiva: un alejarse de todo aquello que les molesta,
y pudiera molestarlos en los pensamientos de su escritura. Pero se
diría, poco más o menos, que resulta un ejercicio —parecido en su finalidad— a
lo que hacemos otros sin salir a veces de la ciudad, ni de nuestra casa: centrándonos
(disponiéndonos) al acto, de pensar, y
acercándonos mentalmente a aquello que vamos a tratar… no alejándonos de lo que
nos molesta, sino penetrando lo que no interesa.
Solo comentar, en este sentido, y por si
sirve de algo, que me parece innecesario, y absurdo huir de un lugar, pensando
que otro será mejor para pensar y escribir lo pensado, al menos cuando se trata
de una persona normal, entiéndase normal: sin problemas añadidos y en paz
consigo misma y los demás, qué sabe quién es y cree saber lo que
quiere. Huir nunca soluciono los problemas personales a nadie, tampoco de
concentración. Camus, por ejemplo, pensó buena parte de
su filosofía viendo partidos de fútbol, entre el bullicio de la gente en las
gradas del campo de fútbol, donde relacionaba el juego sobre el terreno,
con los avatares de la vida misma, para luego redactar en su apartamento en un
barrio agitado de París, aquello sorprendente para muchos: “lo que
finalmente sé con mayor certeza respecto a la moral y a las obligaciones de los
hombres, se lo debo al fútbol”. Otros como Sartré paseaban por la
ciudad, igualmente París, donde encontraron inspiración en lo cotidiano, muchas
veces confrontando con los demás. Ambos hicieron, junto
a otros, de París aquella capital mundial de la razón; y aunque muchos no lo
crean, en París, pero incluso en cualquier otra ciudad se puede pensar y
escribir: todavía. Tanto fue así, que sobre aquella orilla del Sena (en
la Ribe Gauche) en los años cuarenta y cincuenta del pasado
siglo XX, tuvo lugar una eclosión cultural sin igual, que situó a la capital
francesa a la vanguardia del mundo de las ideas. Visto de este modo: la
ciudad y el ruido, parece incluso el lugar perfecto
para el ejercicio intelectual.
Pero, no solo, no es necesario salir de la ciudad para pensar, escribir o aislarse del ruido, incluso del mundo. Los hay, yo me considero entre ellos, que trabajan cada día en sus patios sobre un pequeño árbol u otras plantas durante horas —patios que son puerta a otro paradigma— sumergiéndose, y entrando en contacto con los habitantes de ese cosmos de naturaleza distinta y extraña a la nuestra: un cosmos gobernado por unos habitantes serenos y silenciosos, sin tener que abandonar físicamente, mudándose, el lugar en el que viven. Por lo que intuyo que estas personas necesitadas de alejarse de todo para pensar o escribir, no solo tienen un problema, sino que igualmente no lo saben identificar: razón por la cual, cuanto más necesidad tienen de apartarse de algo y de los demás para liberar su mente, más parece que les cuesta conseguirlo. Siendo aquel esfuerzo: como si el cuadrado de la distancia a recorrer para alejarse, fuese proporcional a la ansiedad que les causa el mundo, y que debiera ser hallado, multiplicada por quién sabe cuántas otras variables. Pues se diría que andan más, no tanto alejándose del mundo, como en busca de algo, que nos saben muy bien qué es, ni dónde está.
A
veces encuentro interesante escribir con un lápiz: tengo cientos de hojas
garabateadas a mano. Cuando escribes a mano, todo va más lento. Debe ir más
lento, el viaje se hace despacio. Es
casi una ley no escrita —como para mí escribir por la noche, de madrugada— pues
de otro modo, terminaríamos con cientos de correcciones y apuntes a otras
páginas, terminando en un laberinto indescifrable. Pero en esta ocasión no
había prisa; y nunca debe haberla cuando escudriñamos en busca de algo
importante e iniciamos un caminar, transitar la sombra para hallar de ella su
luz. Por
ello, amigo, recuerda esto: Cuando emprendas el viaje hacia Itaca, ruega que tu
camino sea largo y rico en aventuras y descubrimientos (Cavafis) En mi
caso ya Sabía algo del camino: Ancla en mercados fenicios y compra cosas
bellas: madreperla, coral, ámbar, ébano y voluptuosos perfumes de todas clases.
Compra todos los aromas sensuales que puedas; ve a las ciudades egipcias y
aprende de los sabios. Pero no tanto del destino que debería encontrar, partiendo
de un punto bien definido… Siempre ten a Itaca en tu mente; llegar allí es tu
meta; pero no apresures el camino (Cavafis).
De modo que era cuestión tan solo, que al tiempo que me alcanzarian las ideas y
con ellas esa cierta lucidez y clarividencia que permite seguir adelante en
nuestro camino. Pues, ocurre en la mente que las cosas son distintas a como en
la vida cotidiana, donde nos movemos nosotros físicamente para llegar a algo;
en la mente, las ideas y la verdad son las que nos buscan a nosotros (pero impedidas)
chocando con nuestra voluntad, deseos o expectativas, como pretenden
algunos: Jamás hay que ir en busca de las ideas, pues
igual que la felicidad, son ellas las que a nosotros nos alcanzan:
llegarán y lo harán en cualquier lugar y
cuando menos lo esperemos, tan solo hay que estar atentos a su señal, y
vigilantes en la noche para distinguirla y poder
atraparla. Y quizá —y esto lo digo por propia experiencia—, estar en medio de
la naturaleza, en una casita en Los Picos de Europa o Pirineos, apartada en el
bosque, no sea el mejor lugar para atrapar otra verdad que no sea la
que allí mismo se encuentre, y menos aun si vamos con nuestras propias
expectativas e ideas. Me explicaré.
Resulta
ya a primera vista paradójico, que alguien vaya a la montaña o al campo,
entendemos: a zambullirse en la naturaleza, precisamente a
escribir sobre algo distinto a ésta, y que está en su cabeza. No me atrevo
siquiera a decir que se pueda ir a pensar en medio de un bosque agitado, sobre
las cumbres nevadas y pensar en algo más allá del bosque y sus sonidos y en la
visión de las cumbres nevadas: en lo que vemos. Pero, es cierto, los hay
que van a la naturaleza a pensarse, o pensar “otras cosas”. Pero tener
que pensar, obligarnos a pensar en algo (por ejemplo en una novela o ensayo, en
el campo) implica tener que hacerlo ya sobre algo, ese algo que nos privará
tomando nuestra mente por un largo tiempo, ocupando y cerrando esta a cuanto
fuera, a nuestros sentidos acontezca: anulándolos, cuando por el contrario, en
la naturaleza deberíamos mantener la mente libre y relajada, abierta y dejando
todo fluir a través de los sentidos a la espera de deslumbrarnos con las
emociones que resultan de aventurarnos a los sonidos, olores, sabores y a todas
aquellas impresiones que de los sentidos devienen expuestos al entorno
natural.
Pienso que vida es el regalo que Dios nos hace (entiéndase como se quiera) siempre más allá de nuestro vago entendimiento; luego es la forma en que vivas y sientas, ese, es el regalo o desprecio que le haces a
Dios, a la vida, la tierra y a ti mismo — más o menos así lo decía Miguel
Ángelo. Y, si lo pensamos detenidamente, ¿quién va a un museo de arte a pensar o escribir? Nadie. Las personas visitan un museo buscando que les vibre con
fuerza, palpitando su corazón, buscando esa reacción, emoción, que surge ante
la acumulación de belleza y la exuberancia del goce estético. Y aun así,
entiendan “la mejor obra de arte no sería más que la sombra de la perfección
que encontramos en todo aquello que nos muestra la naturaleza”. Y, dicho esto,
la pregunta sería: quién va a la montaña a escribir; quién puede en un bosque
en otoño pensar en otra cosa que no sea lo que tiene ante sus ojos; quién puede
apartar la vista de una mariposa que se posa frente a ti; o dejar de mirar
Acturus —el guardián de la osa— en verano; Aldebarán —el ojo del toro— en
otoño. Al final, reducido y sometido a breve análisis: vemos personas que salen
huyendo de una casa en un lugar / para meterse en otra casa, en un lugar
distinto, y seguir huyendo (incluso allí) del medio natural donde se
encuentran: huyendo, siempre “de lo que hay fuera”; se diría incluso que
angustiados —estos de los que hablamos—, por una naturaleza que no
entienden, cuando de lo que se trata es, precisamente de instruirse a vivir y
sentir la intemperie; acostumbrarse de nuevo al caos que supone nuestros
sentidos expuestos —sin anestesia— a las experiencias, entendamos que hablamos
de experiencias puras. Sin embargo, y esto es un hecho manifiesto, las personas
viven y ven la realidad a través siempre de filtros, como los de unas gafas de
sol o los del parabrisas de sus coches; personas que ven el mundo a través
siempre de algo: de pantallas de televisión, ordenadores, teléfonos y tabletas:
viendo las cosas según la apariencia (1), y no solo
refiero la apariencia propia de estas, sino de cómo luego estas se nos
muestran: nos las muestran. De ahí que liego temamos la
realidad y la misma naturaleza que casi no reconocemos. Pensemos, que muchas
veces sabemos de las cosas, no por propia experiencia, sino por lo que unos y
otros nos cuentan o muestran, nos dicen o refieren de ella: sobre todo, hoy, a
partir de los medios de información, escuelas, universidades, pero amigos míos:
cuidaos de los que enarbolan la verdad: su verdad (2) porque del primero
al último les mueven los propios intereses, cuando no son estos intereses
subordinados a otros ajenos y por ello, normalmente, practicando el
engaño (3). (Las mascaras de la tragedia). En tanto a nuestro
aislamiento, no es evidente, no lo parece, o parece que no nos lo parece, pero
se percibe a primera vista, es manifiesto. Como hecho paradójico se habla mucho
de aquellas casas abiertas al exterior, de amplios ventanales, de luz y vistas a
amplios jardines, pero cuando estás en el exterior, en el jardín, te metes e
inmediato en casa, a la mínima de viento, lluvia o calor, sobre todo, y esto es
lo paradójico, si se trata de esas casas abiertas, de amplios ventanales, de
luz y vistas a amplios jardines al exterior. No menos inquietante, son algunos
textos, relacionados con la arquitectura. leo unas notas acerca de Borobio
Luis,
comentadas acerca de su libro: El ámbito del hombre, EUNSA, Pamplona, 1978,
donde se comenta El
ámbito del hombre es un libro que habla, es verdad, de arquitectura: de la
vivienda y de la ciudad. Pero no es propiamente un libro de arquitectura, ni,
mucho menos, un libro de urbanismo. Es el hombre —la vida de los hombres— lo
que interesa a su autor: el hombre como modelador de sus espacios vitales y
como creador de sus propios ambientes. Donde se define la arquitectura no
como un conjunto de cerramientos y protecciones que constituyen un caparazón
exterior al hombre y ajeno a su humanidad; sino como un ambiente que
complementa necesariamente la personalidad humana y que está enraizado e
integrado en la vida íntima y personal. El espacio arquitectónico no es sólo el
hueco de un continente geométrico, sino que es un ambiente con entidad positiva:
el hombre lleva en su naturaleza el germen de sus propios ambientes, y es el
mismo hombre quien los constituye ante la solicitación de un estímulo exterior.
Los elementos constructivos y los conjuntos edificatorios cumplen su misión
arquitectónica al actuar como ese estímulo eficaz que permite al hombre
constituir su propio ambiente con un carácter determinado. "El hombre
comprende su dominio, conoce su extensión, se siente pleno, cuando su espacio
se hace arquitectura". Dentro de su casa, Considera la arquitectura como un
organismo vivo, y, entonces, hace hincapié en que el hogar es un
organismo singular que recibe su vida del parásito que lo habita, es decir del
hombre. Pero, acaso,
y le pregunto yo al arquitecto, a cualquier arquitecto: acaso ¿las
habitaciones, o casas, albergan ya en sí todo lo que implica un habitar.
Salir de la oscuridad
Pero existe un problema: siempre hay un problema. Se trata de una ponzoña peor que el dolor del hambre, que recorre extendiendo como la apeste su manto sobre el mundo como una pandemia: es el miedo, y en ocasiones, incluso la vergüenza. Las personas tenemos excesivo miedo a todo: a la luz del sol, al frío, al calor, al viento, incluso a nosotros mismos, a nuestros semejantes y a la vida misma. Si algo supera nuestros márgenes de tolerancia o entendimiento, nos sentimos amenazados e inquietos: desconfiamos. El desasosiego nos desborda. Vivimos felices y concertadamente: en orden, en nuestras ciudades o villas, y nos trastorna —cuando no aterra— el desorden que anticipamos fuera de estas: es por ello que algunos acampan en tiendas con colchones inflables, almohadas, ventiladores a pilas y baterías para el móvil. Lo cierto es que amamos la naturaleza por el día, tanto como nos aterroriza quedarnos abandonados a ella por la noche. Y sin embargo: Pretendemos luego una visión —un orden planetario y universal— que solo tiene cabida en nuestra imaginación; pues fuera de esta (imaginación) no somos capaces ni de mirar, asomándonos a la realidad; y lo peor es no reconocer —y ni siquiera comprender— que si todo ahí fuera, cuando miramos, nos parece amenazante y un “caos”, quizá.., y posiblemente, sea porque se trate de un tipo distinto de orden, y entender que la convivencia entre orden y caos es posible, pues el caos deja de parecer caos, cuando se establece una convivencia o relación entre órdenes distintos. Caminar, conscientemente bajo el sol, pensando en él y dejándonos acariciar la piel un primer paso. Liberarnos nuestras cadenas el siguiente hacia un cambio que nos sumerja dulcemente en el “caos”: asomando la cabeza a aquello que tanto nos asusta. Pues el caos es—es igualmente origen—aquello único que hace y hará posible el cambio. Nuestro cambio.
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