De un día para otro hemos despertado perplejos, emergiendo
a una categoría existencial radicalmente nueva, convertidos en protagonistas de
una película de terror y calamidades; con el temor, cada vez que salimos a la
calle a que pueda entrarnos por la nariz este virus infame e infectarnos, convirtiéndonos
en un Caballo de Troya, portador de ejércitos invisibles que arrasen luego nuestro
hogar: aniquilando, a quienes más queremos y, cebándose, sobre todo, en nuestros
mayores: padres y abuelos.
Nunca antes salir a la calle se convirtió en un asunto tan embarazoso, considerado
y a la vez tan temerario, incluso para esos individuos que sienten que lo pueden
todo, para quienes ninguna resistencia es irreductible y ningún obstáculo insuperable.
Nunca antes habíamos sentido la carga de la responsabilidad con el peso que
ahora la sentimos; nunca antes ir a trabajar había supuesto poder traer la
desgracia a nuestra casa; y nunca antes un gesto tan sencillo y natural en la
calle, como tocarnos los ojos o tocar algo con las manos pudo suponer luego la pérdida
de un ser querido; nunca antes habíamos sentido esta turbación, no por nosotros,
si no por aquellos que amamos y dependen de nosotros; y nunca antes nos
sentimos tan ciegos y desprotegidos; ni nunca tan culpables, cuando saliendo a comprar, volvimos a casa con una bomba de relojería invisible… “No era este el mundo
que habíamos elegido: ni
siquiera lo habíamos imaginado; y, sin embargo, es el que nos ha tocado. Trágica
humanidad la nuestra, donde lo mejor que poseemos y todo aquello que hemos
perdido se lo debamos siempre y únicamente al sufrimiento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario