Libertad de elección


Tomar consciencia de que podemos elegir la muerte es asumir un grave conflicto en el que, por un lado, nuestros sufrimientos nos reprimen y nos empujan al abismo y, por otro, nuestros instintos se oponen, obligándonos, a vivir aunque no queramos. A medida que vamos madurando y reflexionando sobre la vida, ya con unos años, descubrimos la vacuidad de la misma, para entonces los instintos ya se han convertido en guías de nuestros actos, refrenando el vuelo de nuestra inspiración. Despertamos al mundo demasiado tarde. Sin embargo, ya tenemos entonces consciencia de nuestra libertad, siendo dueños de una elección que se hace más significativa en tanto que no la ponemos en práctica, “nos hace soportar los días y, más aún, las noches"; no nos sentimos pobres, ni oprimidos: disponemos de recursos. Y, aunque no los explotásemos nunca, y acabásemos en la expiración tradicional, hemos tenido un tesoro en nuestros desánimos: pues, no hay mayor riqueza que disponer de la propia vida. 

Hasta ahora no se ha inventado un solo argumento (razonado) válido contra el suicidio lúcido y consciente, más que aquel que proponen las religiones: prohibiéndolo, desde sus inicios. La razón: deslegitima toda su autoridad, entendiendo en ello un acto de rebelión: el peor de todos, porque el suicida ya no puede arrepentirse, no puede salvarse, tomando en su manos el derecho que sólo corresponde a los dioses; en un acto por el que rechaza el cielo y la tierra como se rechaza a sí mismo. Abdica de toda fe; fe que otros viven en su carácter de promesa ciega de sufrimiento; renuncia así a la promesa por la cual el creyente vive su vida y su tragedia, restando importancia a lo concreto, pues no importa que pase sufrimiento o necesidad, será siempre más grande el beneficio de aquello prometido. Al menos, reconozcámoslo, el suicida alcanzará una plenitud de libertad inaccesible e inconcebible al resto.

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