No aspires a más.
Desde pequeños estamos
sometidos a la palabra, en las escuelas en un principio, que nos adoctrinan en
un pensar, sentir y unas necesidades para
que posteriormente las hagamos propias, por medio de unas ideas y creencias necesarias
y defendidas por el colectivo social, representado por el estado. Para ello
utiliza sus métodos propios, incidiendo en valores o creencias como
la religión, la lengua, la política o el sexo.
Independientemente, luego de
los estudios que tomemos cada uno, es fácil a lo largo de nuestro camino como estudiantes que
nos encontremos con aquella sentencia, apoyada por pensadores y científicos,
que nos dice que lo que no consigamos entre los veinte y los veinticinco años ya
no lo conseguiremos jamás, referido, a una idea bien asentada y extendida, de
que la mente humana explota a esas edades para luego sencillamente decaer. Esto
lo oirás más a profesores y científicos sobre todo. Sin embargo, es poco menos
que decir que un hombre se desarrolla y explota intelectualmente a esa edad, y que
allá donde se encuentre en cualquier ámbito de la vida, antes de los veintiocho
años, es donde va a permanecer por siempre; y así encontramos a esa edad médicos,
científicos y filósofos titulados en las universidades pero, también a carpinteros,
albañiles y amas de casa, que como los primeros, no serán más que eso según el aserto:
carpinteros, albañiles y amas de casa, según sentencia el mismo y, por lo tanto:
no aspires a más, pues aunque lo hagas tu mente no te va a ayudar, conformate con
lo que eres, lo que tienes y lo que haces; pero, sobre todo, Trabaja: y trabaja todos los días. Y todos
lo creen así: desde el Medico, al ama de casa, y así conviene al estado que lo crean. Sin embargo, es curioso que antaño fuesen los mayores, esos mismos a los
que ahora no hacemos caso y metemos en residencias, los encargados de
administrar las sociedades antiguas, debido a su experiencia y sabiduría
derivada de esta misma experiencia alcanzada a lo largo de los años (Algo ya a
mi ya no me encaja) Y os diré que, en mi experiencia, es cierto que a los 25, por
poner un ejemplo, uno ya toma decisiones, pero ahora que tengo 55 puedo
afirmar que aquellas decisiones tomadas no eran las más acertadas, no eran las
mejor pensadas, las más estudiadas, y ni siquiera las que más necesitaba,
quería o deseaba. Eran las que debía tomar, no las que quería tomar. Y tomé las
que debía porque a esa edad, tras estudiar y tener una “vaga” idea de lo que
podía ser o hacer, lo que quería era también encajar en
el mundo al que pertenecía, influenciado, y de algún modo condicionado por éste
y la sociedad. De tener que tomarlas hoy, con mi experiencia, mandaría al mundo
a tomar viento, de hecho lo hago y hago lo que quiero hacer, y aunque la
sociedad espere otra cosa de mi, es su problema y no el mío. Pero,
cuando con veinticinco años eres albañil y sabes o crees -porque así te lo hacen creer-, que eso es lo que serás
toda la vida, dejas pasar el tiempo y cuando te das cuenta con cincuenta años has
formado una familia, tienes hijos, responsabilidades, deudas y compromisos y,
en resumen, una vida social sea la que sea; entonces, ya no mandaras al mundo a
la mierda, aunque así lo pienses. De ahí, que si te convencen de que con
veinticinco años ya con lo que tienes te basta y sobra, y si además
te embaucan y facilitan piso, coche y negocio, con ello esperarán que, si
alguna vez despiertas a la realidad, sea ya demasiado tarde y tus compromisos y amor para con los tuyos y tu miserable y rutinaria “vida cómoda” te inmovilicen y
obliguen tanto o más de lo que te somete el propio estado; y, entonces, habrán
conseguido su propósito: No sólo que tú les sirvas, sino que tengas hijos para
que le sirvan también.
II la palabra
Pero la palabra tiene además
otros peligros, de los que muchos, digamos pretendidos productores
intelectuales son dramáticamente inconscientes; y así Heidegger lo
afirma, basado en la consideración de que a través de ella, de la palabra, es
fácil caer en el error y la desilusión, pues el producto de su poder creador,
al verse probado con la realidad, puede, muchas veces, no encontrar
correspondencia y, así, el hombre queda sumido en una irrealidad como sucede
tan a menudo a muchos autores: poetas de lo banal o novelistas de lo absurdo,
que confunden lo esencial con lo no esencial, difuminando así el genuino decir
(a lo que la palabra debería servir), poniendo en peligro su función esencial.
Un peligro además, que va más allá, pues afecta no solo a los que escriben y
difunden esa palabra o pensamiento inútil, sino sus interlocutores o lectores.
Pues la calidad, o línea de pensamiento de una persona, lo es precedido,
instruido e influenciado en buena parte por las lecturas realizadas a lo largo
de su vida, así como por las experiencias propias y adquiridas de ésta. Sin
embargo, encontramos hoy las estanterías repletas y rebosantes de lecturas
inútiles cuando no absurdas, que no aportan nada más que distracción con poco o
nada nuevo o relevante que decir al ser que lee. Coincidirán conmigo que "Estos
son malos tiempos. Los hijos han dejado de obedecer a sus padres y todo el
mundo escribe libros" — Marco Tulio Cicerón. Nada pues, que
ver con la literatura clásica, no es lo mismo leer Orlando Furioso que un manga japonés, o Hölderlin y a su joven Hyperion que crece y vive
según los ideales de la Paidea griega:
por el que el individuo se considera parte de la totalidad y unido a ella en
armonía: “Ser uno con el todo es la vida de la divinidad, es el cielo del
ser humano” ¿Donde está hoy Hiperión? me pregunto, cuando un
poeta inspiraba a un filósofo, tomándose como referencia para sus escritos. Pero
la gente escribe, y no paran de escribir, cualquiera lo puede hacer,
lo difícil es que lo escrito tenga algún sentido, más allá del que le atribuyen
el significado de sus propias palabras.
Sin embargo, y como hemos
podido ver, es cierto que la palabra no sólo puede ser, sino es, la herramienta
más peligrosa dada al hombre; muestra de ello es el mal uso que se hace de ésta,
y el sometimiento que a través de ella, el hombre hace del hombre, mediante la
educación y adoctrinamiento privandole de su individualidad. Pero a pesar de
estos peligros, la palabra es para el hombre un bien, al que no puede ni debe
renunciar, no sólo porque a través de ella pueda comunicar sus pensamientos y
vivencias, sino porque gracias a ella el hombre obtiene y ratifica su lugar en
el mundo. “Únicamente donde haya palabra habrá mundo, esto es: un ámbito, con
alcance variable, de decisiones y realizaciones, de actos y responsabilidades,
alborotos, caídas y extravíos. Pues solamente donde haya mundo habrá
historia” entendemos en Heidegger. pues, el hombre es un ser que ha de dar
testimonio de lo que es”, y es el testimonio de su realidad lo que hace al
hombre ser lo que es, y dicho testimonio sólo podrá hacerse a través
de la palabra, sobre la cual tiene su advenimiento la historia misma, pues es
la palabra un bien del hombre y sólo a través de ella puede realizarse como
tal, sino perece frente a ella.
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