El ser humano no es otra cosa que un subproducto. Resultado final que siguió a lo que todos llaman big bang, después de que la casi totalidad de la materia se aniquilase (materia – antimateria) a los pocos segundos de haberse producido. Origen este, el nuestro que bien nos define, cuando para crear algo nuevo lo hacemos siempre a partir de destruir lo anterior. Y aún así medramos, o lo intentamos. Tal vez esta naturaleza nuestra, egoísta y destructiva, ha hecho preciso crear las reglas que dominan nuestra existencia, de las que muchas veces, aún sin saberlo nos sentimos atrapados. Atrapados, como tortugas en las redes, redes tejidas por el sistema, nuestro sistema, el mismo que hemos creado para protegernos de nosotros mismos pero, que sin embargo, muchos padecemos como se padece un sarampión. Y ese padecimiento es patente en todo lo que hacemos o desarrollamos e incluso, en ocasiones, en la manera cómo nos comportamos con nuestro entorno, al punto de existir pasatiempos como la caza o los toros, donde sacrificamos aquello más puro, y que nos recuerda lo que podríamos ser, pero no somos: libres. Destruimos y esclavizamos animales porque lo vemos como algo natural, tan natural como puede verlo quien está ya demolido y vive esclavizado, además de reconocido por una moral ad-hoc. Es por ello, que sólo los que se den de baja de este sistema, podrán en algún momento aproximarse al origen, desandar en parte lo andado, hasta volver a aquel momento donde empezaron a tomar decisiones ilegitimas: las que la sociedad, familia o amigos esperaban que tomase, relegando las que deseaba, y que son las únicas que pueden llevar por el camino de una paz perdurable al individuo.
Somos animales sociales, pero nuestra
naturaleza es violenta, y además, albergamos en nuestros corazones por partes
iguales odio y egoísmo, por lo que sería acertado decir que somos igualmente
insociables y peligrosos. Esa naturaleza nuestra aspira, por encima de todo no
al bien común, sino a satisfacer los propios impulsos egoístas. Y esto no sólo
impide una buena convivencia, sino que ha hecho del mundo y por mucho tiempo un
lugar peligroso e inseguro, donde la vida siempre corría riesgo, no
desarrollándose satisfactoriamente y
llevándonos en multitud de ocasiones a periodos de guerras y destrucción. Sin
embargo, el raciocinio, nos hace conscientes de todo ello, lo que nos lleva en
lo social a un acuerdo, aceptando unas normas: una sociabilidad de conveniencia,
no sólo entre personas sino, igualmente, extrapolada a la política, entre los
estados. Y medramos, sin embargo, el hombre no puede ser feliz. Pues si en lo social, en la convivencia, se
alcanza una cierta estabilidad y paz, en lo personal, el egoísmo, el odio o la
envidia le siguen impidiendo alcanzarla, sencillamente, porque no es posible,
como no es posible igualmente que crezcan peces en el desierto. Y esto es así,
agravándose a cada paso que damos, alejándonos de nuestro camino: tomando no
las decisiones que importan, sino las que convienen, no a nosotros, sino a las
sociedad a la que pertenecemos, fortaleciendo con ello a ésta, a la vez que
ella nos somete. De ahí, tener que desandar, volver atrás hasta el punto
donde no estemos condicionados o impulsados por deseos o necesidades impuestas.
Un hombre necesita poco, con ser libre le basta. La libertad es "la
cualidad fundamental del ser humano"; la libertad está en el hombre, y no
puede renunciar a ella, Pues partiendo de esa libertad, una
persona libre que tomó sus propias decisiones, jamás podrá ser egoísta, sentir
envidia u odio por aquel sujeto, que se levanta y vive todos los días como un
esclavo, en la monotonía perpetúa e inmutable del condenado.
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