La pandemia de coronavirus está cambiando el mundo. Poco más o menos, se trata de una guerra, con la gran diferencia, que en esta ocasión estamos todos del mismo lado, enfrentando un enemigo común: el virus. El daño a la salud, la riqueza y el bienestar ya ha sido enorme, aunque como siempre, para unos lo ha sido más que para otros. Entre tanto, los esfuerzos para limitar el daño no cesan: hay innovaciones, nuevos tratamientos, se desarrollan medicinas, vacunas y proponen políticas, a veces agresivas, papara limitar la propagación y paliar en lo posible el daño a las economías y personas. Pero así con todo, hay algo que no oímos hablar; que no encontramos en ningún plan de reconstrucción, programa de gobierno o ayuntamiento alguno; ni tampoco en las conversaciones que desde hace siete meses lo envuelven todo. Sin embargo, ellos continúan ahí, en la estacada: unos, en la tiniebla y otros en la penumbra que conduce a ella. Viviendo una ansiedad difícilmente calificable, más aún en estos últimos meses, y cuyas consecuencias son tan difíciles de predecir, como de cuantificar: como ocurre siempre, el silencio lo ocultó, pero no ha evitado que vuelva a ocurrir.
El coronavirus pronto será historia ―al menos, eso deseamos todos―, y la economía finalmente se recuperará: la sociedad habrá aprendido a vivir con la amenaza del virus y, la vacuna, irrumpirá finalmente como remedio de todos nuestros males. Pero, para algunos llegará tarde esa esperada luz, y muchos no estarán aquí para verla y disfrutarla. Para entonces, los suicidios de estos meses serán ya parte del impávido balance administrativo de una pandemia que todo lo diezmó: hundiendo, si cabe aún más en la miseria a los hundidos.
Lo
peor, es que no refiero solo aquellos suicidios concebidos (si se quiere así
entender) como una "salida" de la vida razonadamente elegida,
producto de una reflexión, “culminación” y muestra de poder sobre la propia
existencia. No. No me refiero a esos, sino a los no razonados o condicionados por esta nueva situación, producto
del impulso y o la desesperación. Pues, además, de aquellos que por causas
propias y mentales pueden sucumbir a la presión a la cual se encuentran sujetos
estos días: carentes de toda asistencia médica, encontramos a otros, algunos
enfermos que no van a hacerse sus pruebas o tratamientos, pues temen enfermar
de más de lo que ya tienen, o bien, porque se las cancelaron o retrasaron
debido a los colapsos hospitalarios. Igualmente, están aquellas personas
mayores, que renuncian voluntariamente ir al hospital, como dijo una señora
anciana: “porque si enfermo no quiero morir sola”. Seguramente, estas muertes
no se establezcan finalmente como suicidios, sino más como causas, o efectos
colaterales de la propia pandemia. Un modo éste, claro, de cómo la sociedad se resguarda
a, y de sí misma (es el virus: la pandemia) Pero el virus no se mueve sólo: no
va a los bares a tomar cañas, ni a las discotecas a bailar, ni a fiestas o
botellones; ni a los hoteles, ni compra billetes para aviones, cruceros; y
tampoco va al cole, ni al trabajo; a la montaña o a la playa. Todo eso lo hacen
las personas, sólo las personas (algunas de ellas contagiadas, o sin tener muy
claro si lo están o no) y es, tanto lo que se hace, por qué se hace, como la
forma en la que se hace, lo que luego determina lo que va a pasar: lo que está
pasando.
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