Cabalgando la noche / La pesadilla

Estos dos textos, aparentemente reveladores de un sueño, del mismo sueño, se da en dos etapas de mi vida, una con 33 años ( 2000/2001), años, y la otra unos años después entre 2003/ 2007). como si el primero hablase de lo que va a ocurrir y no entenderé, pero que luego me será revelado explicado.



Si Virgilio palidece al entrar en el infierno que es su morada eterna ¿cómo no he yo de sentir miedo?”    Dante, (la divina comedia)


      Muchos años me he estado acostando, sabedor que apenas acostarme sentiría el desasosiego turbar mi frágil descanso. La calma y el silencio que antes de irme a la cama circulaban, como suaves y tibias corrientes perfumadas sobre mi cuarto se desvanecían, ante la convulsiva impresión causada del abismo que surgido de la nada, parecía engullir de una enorme bocanada mi cuerpo; arrojándome a un vacío, una Nada, donde lentamente iban apareciendo aquellas criaturas que poblaban sus Avernos, y que no menos reales y bravías que las que habitan la superficie, acechaban mi alma cubriéndola de espanto. Así, un día tras otro, durante años, sin poder en ningún momento ignorarlo.
¿Dónde estoy? – me pregunto-. Una puerta enorme de centelleante marfil se ha cerrado tras de mí, resonando con un atronador sonido; empujándome de pronto, a salir de un inconcebible portal. Arrojándome vacilante a las mórbidas garras de ese animal de sombra eterna y monstruosa, que guarda las fronteras de aquellos mundos donde se entretejen multiformes cadenas, que someten las almas hacia la trágica hermosura de ese irrevocable destino que ellas mismas ignoran.

Todo parece confuso, salvando la convicción que en mi despierta la noche amenazante y siniestra, que perpetúa el horror de todo aquello que es muy antiguo. Contemplo, en silencio, la vaporosa topografía que a un lado y a otro se erige salpicada de extraños destellos, que rasgan, hiriendo de vertiginosos reflejos, la tensa oscuridad de la que comienzo a sentirme preso. Percibo la prolongación de mi propio ser, desdoblado y desprendido del cuerpo: arrastrado sobre el escenario descarnado de un teatro onírico y sombrío. Una débil voz se hace oír en mi interior, susurrando, insinuándome al oído que no debo dar crédito a lo que veo y siento. Mi mente, aletargada y confusa, la ignora. Ni da ni le quita la razón a esa tímida observación que aparece de repente, surgida del más absoluto silencio. La única certeza que advierto es la profunda oscuridad, que oprime como una losa, la madrugada, la soledad y el frío, atravesando, como una lanza, las inadecuadas ropas que en ningún momento recuerdo haberme puesto. Inquieto, como un antílope siento las carnes estremecer y el corazón palpitar alarmado; expectante frente a una cerrazón incomprensible y censora. Camino sintiéndome privado de toda voluntad, transportado a lomos de esa inquieta yegua que cabalga los campos yermos de la noche, recogiendo las almas de quienes se encuentran perdidos en un laberinto que delimita las mezquinas fronteras de un mundo perverso, más allá del espacio y del tiempo. Me dejo guiar sorteando las trampas pacientes de una acera plagada de innumerables baldosas, de albañilería etérea, mugrienta al contacto con las entrañas vaporosas de esa espeluznante dama que avanza sigilosa, oculta entre tinieblas robadas al mar, entre calles y esquinas desiertas por las que nadie se aventura a transitar. Pasan lentamente los minutos, comprometidos en el sigilo de una ciudad de arterias vacías, que me parece muerta. Me encuentro desorientado, perdido y definitivamente entregado a espectrales visiones de siluetas macabras que surgen, danzan y luego desaparecen retorcidas, entre oscuros callejones infinitos, poblados de desfiguradas fachadas, de las que farolas de luz temblorosa cuelgan, agitadas por el sutil y afilado viento, que hace llegar hasta mis oídos, el solario aullido de una ronca bocina proveniente del puerto.

Por mi mente solo transita el deseo de abandonar cuanto antes tan avieso lugar. De perder de vista los ladinos sonidos y sombras que intuyo me observan, semejantes a búhos camuflados acechantes en la oscuridad, tras cuya mirada se esconde la fría presencia de aquella que espera paciente, esperando entre bastidores el momento de actuar. Aterrado me distancio, con paso cada vez más ligero, evitando mirar atrás o entretenerme pensando si el camino es el correcto. Mi paso es rápido y firme cuando, no habiendo recorrido más que unos metros, de repente me detengo, sujeto, por una enorme fuerza —la misma que antes me empujaba— frente a unas escaleras culminadas en lo alto por una enorme puerta, en forma de cuerno entreabierta, como si de alguna forma me invitase a pasar. Intuyo, que no tengo elección, que no hay otro camino a seguir más que aquel que conduce a ella. Comienzo a subir lentamente los escalones sin dejar de mirar, a la vez que parece que lentamente esta va cediendo, más cuanto más próxima mi presencia, y solo al llegar junto a ella me doy cuenta de su imponente aspecto. Sorprendido, advierto al otro lado lo que me parece una plaza desierta: silenciosa, excepción de algunos columpios viejos y descuidados que sobre herrumbrosos engranajes oxidados emiten tímidos quejidos, al ser mecidos por la húmeda brisa venida del mar.

Al comenzar a andar, para entrar en esta, me envuelve -como surgido de los vergeles del mismísimo cielo- un maravilloso aroma; esencia agitada de primavera, mezclas, olor a jazmín y azahar y, que despertando la nublada memoria, lentamente embriaga mi mente, mientras comienza a levantar un perezoso y tímido sol, entre el rumor incesante de olas lejanas, y el agitado murmullo de unas gaviotas que no acierto a ver volar. Con la luz desplazando a la noche, todo empieza a cambiar; transformándose, como poseído, por una poderosa magia. Las imágenes se entumecen y el tiempo se ralentiza, pasando moroso: sabedor que su reino es infinito y su poder incuestionable. Este parece disfrutar al igual que yo, viendo derramarse lentamente los fulgores del tibio sol sobre la solitaria plaza; empapando con sus rayos, arbustos, columpios y macizos de flores que al sentir su cálida caricia recobran aquellos matices jaraneros y risueños, antes empobrecidos por el gris reflejo de la luna y la siniestra oscuridad. Avanzo lentamente, confiado, caminando entre un sin fin de fragantes y espléndidas flores. Camino hasta llegar a un viejo banco de madera, en el que fatigado decido sentarme a descansar; a disfrutar del instante; del maravilloso paisaje, entre gorriones y palomas surgidas de repente de algún lugar. Todo parece maravilloso. No puedo contenerme más tiempo sentado. Voy de aquí allá, caminando entre columpios. Paseo acariciando flores que, como jóvenes coquetas, no me dejan marchar sin antes, sonreírme con una jovialidad desmedida y desinteresada, apenas, comprensible en la vida, impregnando mi alma con infinitas oleadas de delicada fragancia y felicidad. En ningún momento me siento solo. Olvido por un momento lo mal que lo he pasado y por qué estoy allí. Las palomas siguen a mi lado, no me abandonan, en todo momento están junto a mí, como solicitas anfitrionas de este encantador lugar. Embargado por el júbilo, me olvido también del tiempo, que sin duda sigue corriendo, devorando momentos y sonriendo, indiferente a mi deseo de congelarlo y atraparlo en una esfera, en una pequeña bola de cristal.

Pasado un rato, no sé exactamente cuánto, tras haber estado riendo y agacharme a atarme los cordones de los zapatos, reparo de pronto en un objeto situado justo debajo del banco, de donde momentos antes me había levantado. Algunas palomas revolotean a mí alrededor nerviosas, como si me estuvieran apremiando o alertándome de algo. Sorprendentemente, aquello a lo que antes no hice caso, distrae ahora con mayor fuerza mi atención: me aproximo a él. De su silueta advierto lo que me parece un libro; un libro viejo y usado, a primera vista estropeado. Me acerco más, con cuidado, mirando cauto a cada uno de mis lados. Al llegar a este no lo pienso dos veces, lo arrebato del suelo de un vertiginoso manotazo. Entonces, siento un aire extraño que me roza los hombros: los oídos se me taponan a cal y canto, las palomas, se desvanecen una tras otra sin dejar rastro; los gorriones dejan de cantar para transmutarse, cayendo al suelo en forma de pesadas piedras, sus lamentos queda dispersos en el espacio. El silencio resuena en mis oídos, como tambores que vibran sin emitir ningún sonido. Observo el libro con la mayor atención que puedo dispensar; algo en él me parece un tanto familiar y a la vez sombrío. Su aspecto delata que se trata de una antigua edición, aunque no figura en este el nombre del autor; o por lo menos no acierto a interpretarlo. Le doy la vuelta y frustrado observo, las tapas gastadas donde antes debía figurar un título que, tampoco puedo descifrar.

Siento que la curiosidad me devora por momentos, con una violencia desmedida, que no puedo controlar. ¿Qué ha sido eso? -. El aire trae a mis oídos un terrible y estremecedor sonido; cuyo origen solo puede haber sido las mis entrañas del Averno, que irritado despierta en un alarido, rasgando con su ira las bóvedas del cielo. Alertado por el terror, siento una indeseable presencia, miro a un lado y a otro buscando el origen de tan terrible bramido. Deslumbrado por el sol, descubro no sin dificultad la silueta amenazante de un ave posada un árbol; parece un águila blanca, enorme o, no; ¡dios¡¿qué demonios es eso? Es algo mucho más horrendo, un monstruo horrible; un águila hecha... hecha de trozos, de trozos, de otras águilas cuyos ojos no puedo ni contar, pero, que me están mirando, fijamente, sin pestañear. Entre lo que parecen sus garras advierto que sujeta el cadáver de una paloma desmembrada, más muerta que la misma muerte; mientras la impía bestia no me deja de observar. De su mirada de hiena intuyo un mensaje subliminal que, sin embargo, no acierto a precisar; el ave se expresa con la misma oscuridad que un espectro surgido del Abismo. ¿Por qué me sigue mirando?-me pregunto– aunque prefiero no pensar. El mal que desprende supera con creces cualquier elucubración por terrible que sea que yo pueda imaginar. Decido echar a correr, ponerme a cubierto arrojándome bajo un banco cuando, compruebo, aterrado que estos ya no están, que no hay nada. Alrededor de mí todo ha desaparecido: convirtiéndose en un árido y desolado desierto, una nada a la que rodean amenazantes tinieblas que surgen, apareciendo, de entre las sombras que avanzan, como la peste que ennegrece la vida a medida que la devora, tornando más negra aún si cabe la negrura y terrible la oscuridad.

Estoy atrapado y lo sé, y también sé que nadie me puede ayudar. Miro el libro que como un ascua me abrasa las manos; sin embargo, en lugar de arrojarlo, desprendiéndome de él, resuelvo abrirlo ignorando ese horrible sonido. Me giro. La rapaz bestia se dirige como una saeta hacia donde yo me encuentro, paralizado, consecuencia del pánico que siento. No obstante, algo me dice que no me quiere a mí, que es el libro lo que está buscando. El tiempo corre, vuela, siento que se me está acabando y ¿qué puedo hacer? Decido abrirlo: lo hago sin parar a pensar, sin mirar por donde; el lugar es lo de menos, es el pánico, ya lo que guía mis trémulos dedos. Y Justo en ese preciso momento, me sobreviene el repentino despertar, como siempre, envuelto en un charco de frío sudor sobre las sábanas, en el que no puedo dejar de temblar.

Opuestamente a lo que pudo haber imaginado Hamblet, no albergo fundado temor a unos sueños atroces que atormenten mi reposo tras la muerte, más, al contrario, descreo firmemente que, llegado el momento, la consciencia emerja alarmada a un vacío poblado de horribles criaturas que turben nuestro bien merecido descanso: “Allá donde unos ven infierno y laberintos, otros vemos liberación”. Y, Como diría Poe, “dado que tengo entendido que tanto Shakespeare como Mr. Emmons fallecieron alguna vez, no es imposible que, hasta y, tenga que morir algún día” y así, no es una locura afirmar que más temprano que tarde la mal llamada, terrible e impopular muerte –esa primera noche tranquila, firme y última realidad de la vida- dispondrá liberarme de sombras y penitencias viniéndome a rescatar. Liberándome, por fin, de la cruel consciencia que atormenta, un día tras otro, nuestras insignificantes miserias. Pues... da igual; Llamémoslas Sueños o Pesadillas “al igual que la noche obradas sobre una sustancia infinita, se trata de emanaciones por nosotros mismos creadas - tejidas y sustentadas sobre oscuros fundamentos etéreos y retroalimentadas por las diversas formas del tiempo -pasado, presente y futuro; estas, simples representaciones subjetivas, pertenecientes a una compleja eternidad en la que no existe realmente un cuándo, ni por supuesto... tampoco ningún lugar”.



La pesadilla

                                    <Si Virgilio palidece al entrar en el infierno que es su morada eterna ¿cómo no he yo de sentir miedo?>    

                                                              Dante, (la divina comedia)

 

             Que yo recuerde todo empezó hace mucho tiempo, cuando todavía era un chiquillo. Ya entonces, muchas fueron las noches en las que comencé a acostarme temeroso; sabedor que apenas preguntarme si estaba dormido, sentía que una poderosa ansiedad turbaba mi frágil descanso. La paz y el silencio que antes de irme a la cama circulaban como suaves corrientes perfumadas sobre mi cuarto se desvanecían, ante la convulsa impresión causada del abismo que surgido de la nada, parecía engullir de una enorme bocanada mi cuerpo. Devorado al instante hacia un vacío imposible; Un piélago profundo, en el que lentamente iban emergiendo horribles y desfiguradas criaturas. Demonios, venidos de los más recónditos e inimaginables Avernos. Pero sobre todo, lo que más temía durante aquellas terribles y largas noches, era la oscuridad; la profunda oscuridad y el lenguaje con que esta se manifiesta. Esa elipsis anárquica, donde residen resonancias, vibraciones y estremecimientos modulados tan solo por la magnitud del proceso que individualmente el sujeto experimenta y, a la que yo con el tiempo calificaría como: <atronador silencio>. Por supuesto, mi madre alertada de lo que me ocurría, sentada a la cabecera de mi cama noche tras noche me repetía que todo era fruto de pesadillas y, que en algún lugar de mí ser, residía la certeza y, así mismo la fuerza, para que aquella sensación tan temida pudiese ser desterrada. Solo necesitaba un leve esfuerzo, un movimiento: abrir mis ojos o quizá, encender la luz y todo terminaría. Así, volvería la tranquilidad y dejaría atrás el recuerdo de lo monstruoso. Pero ay de mi, que desgraciadamente no resultaría ser tan sencillo. Y el tiempo, ese tiempo por nosotros mismos concebido, vendría definitivamente a reafirmar mis peores temores.

           Pasaron los años;. Años en los que ingenua y definitivamente creí familiarizarme con lo que imaginaba seria para mí ya un castigo eterno. Sin embargo, y en contra de lo que suele ocurrir a la mayoría, mis desasosiegos se acentuarían de manera aguda con el tiempo, -siempre el tiempo- hasta llegado un momento, incluso, en el que estando plenamente despierto, el miedo se apoderaba de mí. En ocasiones, y no eran estas pocas, sentía reiteradamente unos ojos, una mirada fija  clavada en mi nuca, percibiendo a la vez bajo mis pies un suelo inestable y frágil, que crujía peligrosamente presto romperse en cualquier momento. Y así -como no-,  habría de llegar un día; o mejor señalaría, una noche. Una noche fría. Ocurrió mientras me encontraba en mi piso, en una 10º planta cerca de Atocha. Me encontraba cansado, cansado pero lucido, cuando me pareció escuchar  unos pasos…. Eran pasos firmes, que resonaban justo al otro lado de  la puerta. «Quien puede andar por el pasillo a estas horas», pensé. Era una madrugada del mes de diciembre, lo recuerdo perfectamente. Recuerdo todavía la luna proyectando por la tras ventana los tenues reflejos de su agonía y Mentiría si no dijese que deseé  no volver a escuchar aquellos pasos. Pero aquella madrugada el aire filtrado bajo la  ventana que daba al exterior del apartamento portaba sibilinos mensajes que me perturbaban de manera angustiosa. Fuera, en el pasillo, tan pronto se escuchaban aquellos pasos acercarse, como de nuevo parecían volver a alejarse. Hubiese dicho, que quien fuera, se dedicaba a transitar este de arriba abajo. Permanecí en silencio y… por que no decirlo, a la vez nervioso; Pensando: ¿Será un vagabundo?, Quizá un ladrón -. Pero, Un ladrón, ¿porque? ¿Que tengo yo de valor que pueda querer llevarse del piso?. Entonces los pasos se escucharon con más intensidad. Ciertamente el sujeto o lo que fuese debía estar muy próximo, sino justo enfrente. De tal manera, que finalmente y para aplacar mi inquietud, me dirigí a la puerta. Tras ella espere paciente a que los pasos se acercaran. Y así, en un alarde de fingida valentía, abrí con un firme giro de brazo el portón. -¡Quien va!-. Grite, a la vez que eche un paso adelante, asomándome al pasillo: estaba oscuro, sin embargo al final del mismo la amplia ventana que daba al exterior a mas de 10 pisos de altura estaba abierta de par en par y por ella entraba un aire terriblemente frió. Me dirigí hasta el final del pasillo con la intención e cerrar aquella ventana en medio de aquella oscuridad. Al llegar a la misma me sujete por precaución firmemente con el brazo derecho al marco de la ventana.

Sin embargo, ante mi más que justificado asombro comprobé aquella extraña oscuridad. Permanecí durante unos instantes, un par de minutos en silencio; contemplando lo que curiosamente y cuanto más me fijaba, extrañamente no parecía ser mi ciudad. Todo estaba abismalmente oscuro. Y lo mas extraño, no se advertían siluetas de fachadas ni de ninguna otra cosa. Fue entonces, cuando tras un breve lapso de tiempo... escuche aquellas palabras: <<. Ven conmigo… ven conmigo>>. 

Todavía no sé muy bien por qué lo hice... por qué acudí a la llamada. Lo cierto es que me asomé, soltándome del marco de la ventana; de lo único que quizás, me unía de algún modo a este mundo. Definitivamente, había cruzado la barrera que un hombre no debería cruzar jamás. La puerta del estudio entonces se cerró tras de mí, emitiendo un atronador sonido; mi cuerpo cayo al vació, hacia las mórbidas garras de ese animal de sombra eterna y monstruosa. Me encontré cayendo en el vació, completamente confuso y ambiguo, salvando la convicción que en mi despierta la oscuridad que perpetua el horror de todo aquello que es muy antiguo. Inquieto sentí las carnes estremecer y el corazón palpitar alarmado. Y Aun expectante pude con asombro percibir la extraña prolongación de mi propio ser, desdoblado y desprendido de mi cuerpo. Una mano surgida de la oscuridad y tendida hacia mi fue lo único que reconocí familiar. Instintivamente alargué el brazo y con fuerza, como si en ello me fuese la vida y  me sujete a ella. Luego ...fue como subir cabalgando a lomos de una inquieta y salvaje yegua. Inmediatamente me sentí diferente, ligero, avanzando a través de los campos yermos que delimitan las fronteras de aquellos mundos donde de manera precisa se entretejen las cadenas que someten a hombres, razas y civilizaciones, hacia el inevitable destino que estas ignoran. Sin embargo - debo también admitir -, que en algún momento mientras me sentía entonces reconducido y seguro, a través de aquellos extraños mundos, una débil voz se hizo oír en mi interior. Susurrando, insinuándome al oído. Pero mi mente, aletargada, la ignoró. No le procuro la importancia que debía a aquella tímida observación surgida del más absoluto silencio y que desconsolada me decía: <no sigas Sebastián, no sigas >.     

Pasaron los minutos, minutos que me parecieron eternos. Hasta llegado a un punto que recuerdo como lo mas parecido a un laberinto de infinitos espejos, allí, en aquel lugar impreciso del espacio y el tiempo ocurrió algo, algo que no puedo describir y por lo que, de algún modo, me encontré de pie en medio de un callejón oscuro. Un callejón, sin embargo comprometido con lo que lentamente se iba pareciendo a una ciudad de vastas arterias, para mis desconocidas. Aquella era una ciudad diferente a Madrid, donde la vaporosa y abstrusa topografía, a mi paso - como si de un juego se tratase-, se erigía de forma cada vez más violenta, salpicando de extraños destellos que rasgaban, hiriendo de vertiginosos reflejos la tensa oscuridad de la que comenzaba a sentirme preso. Visiones de siluetas macabras florecían ante mi asombro danzando, para luego desaparecer, retorcidas entre callejones infinitos poblados de grotescas fachadas de las que farolas de luz temblorosa colaban, agitadas por el sutil y afilado viento, que de tanto en tanto hacia llegar hasta  mis oídos, sonidos pertenecientes a otro tiempo. No se exactamente cuanto pude haber pasado vagando entre aquellas calles, entre aquellas visiones hasta llegar frente unas escaleras. Eran escaleras de otro tiempo. En lo alto, había una enorme puerta con forma de cuerno; entreabierta, como si de algún modo, invitase a pasar. Comencé a subir lentamente los enormes escalones a la vez que comprobaba, que pesadamente, aquella iba cediendo. Pero solo al llegar frente a esta percibí  su imponente aspecto. Al otro lado pude ver lo que me pareció una plazoleta o un parque desierto: silencioso, excepción de algunos columpios viejos y descuidados, que sobre herrumbrosos engranajes oxidados emitían tímidos quejidos al ser mecidos por una ardiente calima venida de algún lugar. 

Fue  Al comenzar a andar, para entrar en esta, que me sentí envuelto, - como surgido de los vergeles del mismísimo cielo -, por un extraño aroma;  esencia agitada de primavera, mezclas de olor a jazmín y azahar, y que despertando la memoria,  lentamente embriaga mi mente, mientras comenzaba a levantar en el lejano horizonte un perezoso y tímido sol, entre el rumor de sirenas lejanas y el agitado murmullo de discretas aves, que no  acertaba a ver volar. 

         Con la luz del día desplazando a la noche, todo el paisaje empezó a cambiar transformándose, como poseído por una extraña y caótica magia. Las imágenes se entumecieron. El  tiempo se ralentizaba, pasando moroso: sabedor que su reino es infinito y su poder incuestionable. Este parecía disfrutar al igual que yo, viendo derramarse lentamente los fulgores de aquel extraño y tibio sol sobre la solitaria plaza; empapando con sus rojizos rayos arbustos, columpios  y macizos de flores que al sentir su caricia, recobraban aquellos matices risueños , empobrecidos antes por el gris reflejo de la luna y la tensa oscuridad. Avancé lentamente entre un sin fin de fragancias y extrañas flores desconocidas hasta llegar a un viejo banco, en el que fatigado decidí sentarme a descansar; a disfrutar de aquel instante; del maravilloso paisaje, entre gorriones y unas singulares palomas surgidas de repente que no dejaban de revolotear. 

          Todo me parecía maravilloso. No pude contenerme mucho tiempo sentado. Me levanté yendo de aquí para allá, olvidando por unos momentos lo mal que lo había pasado con anterioridad. Las  palomas no se apartaban de mi lado; en todo momento estaban junto a mí, como solícitas anfitrionas de aquel lugar.  Embargado por el júbilo me olvide también del tiempo, que sin duda seguía corriendo, devorando momentos y sonriendo; indiferente a mi deseo de congelarlo, de atraparlo en una en una pequeña esfera de cristal.  Entonces, un aire extraño me rozo flemáticamente y, creo que fue en ese momento, cuando realmente presentí que algo no iba bien Los oídos se me taponaron a cal y canto. Las palomas, antes alborozadas, se desvanecieron -  una tras otra - sin dejar rastro. Los gorriones dejaron de cantar, para trasmutarse, cayendo al convertidos en  pesadas piedras que se deshicieron al llegar al suelo. El silencio resonó en mis oídos, como tambores que vibran sin emitir ningún sonido. Observe entonces una fuente redonda y amplia con un hermoso pedestal de mármol en el centro que sobresalía del agua. Algo en él conjunto me pareció un tanto familiar y a la vez sombrío. Su aspecto delataba que se trata de una obra inacabada, aunque de magnifica ejecución, si bien no figura en ningún lugar el nombre del autor; o por lo menos no acertaba a interpretarlo. Le di la vuelta una vez y otra, entonces …El aire trajo a mis oídos un terrible sonido, agudo y estremecedor; cuyo origen solo puedo haber sido parido por las entrañas del mismísimo infierno.  Postrado, sentí una indeseable presencia.  Mire a un lado y a otro. Deslumbrado por la luz de aquel sol tras unos árboles, descubrí no sin dificultad la silueta amenazante de un ave posada en estos.  Un águila blanca,... creí, pero No. ¡Dios mío¡- grite -. ¿Qué demonios es eso?-.  Era algo mucho más horrendo. Un monstruo horrible. Era Un águila enorme hecha...  de trozos, de trozos  de otras águilas y, cuyos ojos no podía ni contar, pero que sin duda me estaban mirando, fijamente, sin pestañear.  Entre lo que parecían sus garras advertí, que sujetaba el cadáver de unas palomas brutalmente desmembradas, mas muertas que la misma muerte; mientras la impía bestia no me deja de observar. De su sanguínea mirada intuía  subliminal mensaje que, sin embargo, no acertaba a precisar. El ave se expresaba con la misma oscuridad que un espectro surgido de los avernos -. ¿Por qué me sigues mirando?- le grite –. El mal que se desprendía de aquel ser superaba con creces cualquier elucubración, por terrible que esta fuera, que yo pudiera imaginar.  Decidí echar a correr, ponerme a cubierto arrojándome bajo un banco cuando... comprobé aterrado que estos ya no estaban, que allí ya no había nada. Salvo la fuente y su pedestal, alrededor mío todo había desaparecido, convirtiéndose en un árido y abrasador desierto al que rodeaban amenazantes tinieblas; tinieblas que surgían, apareciendo de entre las sombras que avanzando desde el horizonte, como la peste que ennegrece la vida a medida que la devora, tornaba mas negra aun si cabe la negrura y terrible la oscuridad.  

        Atrapado, comprendí que allí nadie me podía ayudar pero entonces, allí estaba, venida de ningún lugar: la efigie. Sobre el pedestal anclada, ardiente primero como un ascua y reluciente después como una lámpara del mas bello cristal. Al mirarla  sentía que me abrasaba los ojos; sin embargo, en lugar de dejar de mirar, sentía la necesidad de observarla, y cuanto mas la miraba más atraído me sentía. A medida que el fulgor menguaba, tras este apareció la figura de un querubín con alas, un ser de indescriptible e inigualable hermosura, tan solo factible por la obra de dios. Su presencia me apaciguo, e hizo desaparecer la bestia; mas al acercarme y sentir su mirada frente a frente, intuí la gracia que solo un ángel me podía conceder. Mis fobias, mis temores y agonías definitivamente, desde aquel día desaparecerían. A partir de entonces,  todas las noches habría de tener un único sueño en el que claramente y paso a paso se me revelarían, las precisas instrucciones con las cuales crear el más singular, maravilloso y a la vez terrible monumento, que el hombre haya creado jamás.




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