"Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el cielo: Un tiempo para nacer y. un tiempo para morir; Un tiempo para plantar y, un tiempo para arrancar lo plantado... " -Eclesiastés-.
En una ocasión
saliendo del colegio -acababa yo de recuperarme de un terrible accidente, en el
que había casi perdido el mi pierna izquierda- mientras caminaba con mis
inseparables muletas de regreso a casa, fue a caer un libro en mis manos; un
libro viejo y arrugado. El libro no era mío -no lo había comprado, ni me lo
habían regalado, simplemente estaba allí, abandonado; tirado en el suelo
bajo un solitario banco de la plaza Maragall. Se trataba de una antigua edición
de bolsillo, de alguna olvidada editorial. Recuerdo que me había sentado a
descansar; distraído y atormentado, arrinconado lejos de mis amigos, intentando
olvidar echando unas migas de pan a los pájaros, sin percatarme lo más mínimo
de su existencia. Fue después de pasado un buen rato; tras agacharme a atarme
los cordones del zapato derecho, cuando reparé en él. Tan pronto lo vi, lo
arrebaté del suelo de un vertiginoso manotazo, sin apenas darme tiempo a mirar
a cada uno de mis lados por, si no andaba lejos su amo. Inmediatamente,
leí la contra-cubierta con atención. El libro era de un tal Henry Miller y, al girar la tapa, pude
leer entre otras cosas: “la sabiduría del corazón”. No pensé . Volví a mirar a
un lado y a otro del parque, ahora, con mayor cuidado, comprobando las entradas
por si aparecía algún extraño. Viendo que no se acercaba nadie abrí el libro,
más o menos por la mitad. Lo hice, como
todo entonces, sin parar a pensar, sin mirar por donde; el lugar era lo de
menos, este lo eligieron mis frágiles dedos. Pude observar el tumulto de
cientos de diminutas palabras, sin reparar por un momento en sus complicados
significados. Recorrí con la mirada decenas de aquellas páginas, como un halcón
perdido que escudriña el vasto páramo, buscando una presa donde dirigir su
atención. Por fin, mis ojos -ignoro la razón-, se fueron a fijar en una de
tantas hojas, posándose sobre un pequeño párrafo, al que en aquel momento no
preste mucho interés. Supongo que lo considere aburrido, como todo lo que tenía
entonces que ver con un libro. Pero, apenas hube acabado de leerlo, cuando
recorrió el parque una fría brisa, una extraña corriente de aire helado que me
hizo estremecer la piel. Sorprendido, cerré el libro de un palmetazo, me
levante y tras coger las muletas y asegurarme de haber guardado el libro en la
maleta apresuré al paso. Salí lo más rápido que pude de aquel lugar, por el que
desde entonces no he vuelto a pasar.
Hoy pasados más de 35 años
ya no conservo el libro, debí extraviarlo pero, extrañamente sigo teniendo presente
aquellas palabras, ya lejanas en el tiempo y, que cuando más falta me hacía me
dieron fuerzas para seguir con mi triste y compungida vida mientras, noche tras
noche leía, en una de sus páginas perdidas, aquellas palabras que decían: “El paraíso
está en todas partes y todavía, si uno se interna lo necesario por ella,
conduce a él. ...Todo hombre posee su propio destino y, el único
mandamiento es que lo siga, que lo acepte no importa adónde aquél le quiera
llevar”.
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