Sobre la Religión y la Fe (I): De la inocencia a las dudas.

Maniobras en la oscuridad "De la inocencia a las dudas sobre: la Religión y la fe y... por qué no, también de algunas Teorías"

La vida: la vida es maravillosa, barruntaba de niño. Y, bien pensado ¿Qué otra cosa podía creer entonces? Desde muy joven, siempre había sido de la opinión, al igual que mis padres y, tal  y como un día ya dijera Jesús, el Jesús de todos nosotros que: “al Cesar, hay que dejar lo que es del Cesar, y a Dios lo que es Dios” (Mt-22-15-21). Quizá, y debido a ello,  durante años e, influido por mi formación cristiana, en el seno de mi conciencia nunca hubo lugar a ejercicios inútiles de negligencia, que me llevaran por los caminos de la duda o la  blasfemia; poniendo en tela de juicio el lugar en el cual debía reposar mi fe. Jamás vacile ante la veracidad de las sagradas escrituras, o en torno a las enseñanzas contenidas en los evangelios; entendiendo, que mi destino no era otro que servir a Dios y, dedicar un profundo amor y respeto a la Santa Madre Iglesia. Así, durante años y sin faltar un solo domingo a misa, asistía cada semana junto a mis padres a la iglesia para comulgar; tras haber confesado mis ridículos e insignificantes pecados. Nunca podré  olvidar aquellos soleados domingos, en que tras pasar bajo la puerta abocina de la pequeña iglesia medieval, situada a las afueras de la ciudad donde vivía, permanecía en silencio; frente un hermoso retablo de Cristo, crucificado en la cruz. Me sentaba siempre en primera fila, al lado del pasillo donde escuchaba con hipnótica atención las epístolas de San Pablo, Santiago y, aquella primera carta de San Juan, que nos decía: “No améis al mundo, ni lo que hay en él. Si alguno ama  al mundo, el amor del padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, las pasiones carnales, el ansia de las cosas y la arrogancia no provienen del padre, sino del mundo. El mundo pasa y con él sus deseos insaciables; pero, el que hace la voluntad de dios vive para siempre” (Jn.I-2-4). Justo seria admitir, que por aquel entonces en mi vida, no había otra verdad que no fuese la  proclamada por mis padres, el dogma cristiano y, -por qué no decirlo- las voces que daba Carretero, mi entrenador en el Club Arrahona de Balonmano (Sabadell- Barcelona).   
        
         Pero, si bien es cierto que tal y como decía San Juan: el mundo pasa, su caminar es lento y, antes lo hace el tiempo y con él la inocencia e ingenuidad que está presente durante la adolescencia: esa hermosa etapa de la vida, en que aceptamos todo aquello que nos dicen los mayores: padres, profesores, etc. Sin preguntar o, mostrar algún tipo de incredulidad y, en la que todavía –a si se refiere Nietzsche a los falseamientos extraños que vive el hombre- “podemos mantener nuestra ignorancia a fin de disfrutar una libertad, una despreocupación, una imprevisión, una intrepidez y una jovialidad apenas comprensibles de la vida”. Una etapa, en la que no se hace innecesaria la obligación de tener que “cintar” (amagar) ante las adversidades de la vida y los profundos problemas, dudas y dilemas que tarde o temprano se presentarán a quienes muestren curiosidad. Pues, de la curiosidad no sólo nace el conocimiento, igualmente, surge la duda y, de ese modo tan sencillo, comienza el hombre a hacerse preguntas, a investigar, a discernir que existen y han existido otras formas de pensar. Sin embargo, que verdad dice Ortega cuando afirma que: “en la fe se está, y en la duda se cae”. Pues,  ciertamente, comenzar a dudar de ésta, es como caer a un pozo terriblemente profundo -rodeado de oscuridad y en el que te encuentras con el agua hasta el cuello– sin nada donde agarrarse, pensando, que de un momento a otro nos acabaremos por ahogar. 

      Fue ya entrado en la pubertad -quince o dieciséis años a lo sumo tendría- cuando comencé, como otros muchos jóvenes a preocuparme por ciertas cuestiones que rayaban lo infrecuente. Quizá, todavía era demasiado joven pero, es inevitable, que tarde o temprano las personas curiosas comiencen a hacerse preguntas en torno a sí mismos y, a aquello que más profundamente les inquieta o, en ocasiones, le atormenta y, no todo tiene por qué estar relacionado con las chicas y el sexo. En mi caso, se trataba de Preguntas laberínticas, que iban más allá de toda respuesta paternal y, que en ocasiones, ni los profesores eran capaces de solventar de una manera convincente para mí. Eran Interrogantes profundos, que incumbían a cuestiones desde hace milenios envueltas en una densa niebla de desconocimiento por la cual lentamente se ido abriendo paso el  entendimiento y la razón: La vida; el por qué de esta; el hombre y la religión, la consciencia, el cosmos o dicho de otro modo, me  preguntaba: ¿cuál era, el sentido de toda existencia?

             Con los años, mi interés por saber provocó que me volcase a la lectura, devorando cualquier libro de relacionados con aquellos temas de interés que caía en mis manos. Participaba, calurosamente, en los debates celebrados en el instituto, reuniones o en la sacro-santa Asociación Astronómica. Si bien, no tardaría en comprender que ejercer la crítica y dar opiniones discrepantes, ya no digo apuntar teorías, era un derecho cuestionado en las reuniones, tanto de la asociación AAB, como de la parroquia y, más aún, si en ello iban implícitas cuestiones de ortodoxia académica o bien, que tuvieran que ver con la propia fe y, por lo tanto, no tardé en comprender que hablar, aunque fuere en voz baja, tratando ciertos temas o evaluar algunos aspectos escabrosos de esta, referentes, por ejemplo, a su origen y definitivo  asentamiento político y religioso en la sociedad durante la Edad Media, no era otra cosa que lanzarme a las aguas aparentemente tranquilas de una engañosa laguna, en las que lo más probable era labrarse el recelo y la enemistad y, quién sabe si también resultar con el tiempo escaldado, consecuencia de ser tragado, arrojado a ese Averno particular; “tártaro” de quienes no observan las leyes de la modestia y la humildad y, que sirve de prisión y a la vez hogar a impíos y reos de excomunión que en algún momento de su vida -valga aquí el ejemplo de Hoyle o Bruno- se atrevieron a incomodar con sus palabras a aquellos que se sientan en severos sillones, ignorando, ciertas cuestiones: argumentando, una única verdad, en unas ocasiones revelada y, en otras derivada de teorías pero, en última instancia: “La verdad que ellos nos quieren mostrar”; "la que quieren que veamos"; "la que quieren que creamos".

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