Quizá
antes de presentar las siguientes ideas, o primeras conclusiones, deba hacer
notar la razón por la que entiendo que Heidegger concibe la Nada, y lo hace de
un modo concreto: a su modo, y que no creo me distancie mucho del razonamiento
de terceros. Puedo hablar del siglo XX con cierta propiedad, habiendo vivido el
último cuarto de un siglo que me vio nacer, sumergido plenamente en este, así
como igualmente el comienzo del nuevo siglo que me verá morir, cuando está ya
presto a agotar su primer cuarto, lo que me sitúa frente a ese horizonte que se
abre (o cierra) al que cumplió los 55 años de edad. Sin embargo, no todo es
malo cuando se van cumpliendo los plazos obligados en la vida, pues precisamente
esto me permite hablar con propiedad, de una época donde las creencias que
tenían nuestros padres y abuelos fueron dando paso —como la niebla que avanza
en la madrugada— a esa relativa intrascendencia o vacío vital: e incluso indiferencia
mostrada por la vida, tan presente hoy en la sociedad, y que sentimos, aunque
se pretenda por los medios y gobiernos ocultar ―mírense la tasa de suicidios, violaciones
y asesinatos, sobre todo en la juventud― y donde el carácter problemático, la
precariedad, y la manifiesta falta empatía y de oportunidades del presente, deriva
en un nombre: nihilismo, o como lo llaman algunos (época del nihilismo).
Un
Nihilismo que reconocemos a partir de F. Nietzsche y exaltado por otros, a
través de sus obras y escritos, las cuales se dieron a conocer en el siglo XIX,
extendiéndose luego su lectura al principio y mediados del S. XX, sobre todo durante
los años anteriores y posteriores a segunda Guerra Mundial. ―Guerras, sobre
todo la última, que debería haber mejorado el mundo, pero que por alguna razón
no lo hizo― alargándose luego la sombra de este Nihilismo, de la mano de
aquellos filósofos llamados existencialistas, Sartre o G. Marcel en Francia, Jaspers
en Alemania y otros que también formaban parte aquel movimiento que arrollaría
a la filosofía, propio de la Europa de entreguerras. Pues recordemos, tanto
Heidegger, al igual que los autores antes mencionados crecen y maman de la
primera guerra mundial, así como después padecerán la segunda en todo su
nefasto alcance y consecuencias, de modo que términos como angustia o la
Nada van a ser sintomáticos de aquella generación: de su forma de pensar y hacer filosofía, en una Europa (Alemania,
sobre todo) asfixiada tras la gran guerra y luego desolada por la segunda, y cuya
ciudadanía, pensadores incluidos, vacilaban frente aquellas soluciones
políticas y científicas que habían heredado del siglo XIX, por lo que no es de
extrañar, que recuperarán para la filosofía no precisamente a aquellos
pensadores herederos de la Ilustración, que los había llevado literalmente a la Nada:
a la destrucción de toda una generación y
sumisión a otras potencias; sino que resignados, escriben a la sombra de
autores como Kierkegaard o el mismo Nietzsche: creando a partir de ellos una serie de valores, con
los que poder guiarse en su tragedia y miseria, hacia una vida fructífera, pero
sobre todo: intensa, a pesar del reconocimiento una muerte, inevitable y
manifiesta durante aquellos largos años de guerra, pero que enfrentan. Siendo
precisamente ese enfrentamiento ―y reconocimiento de la muerte― lo que más les
refuerza; rechazando aquellos valores tradicionales como: la fama, la riqueza,
el prestigio social, en favor del libre albedrío, la dignidad, el amor íntimo y
personal y el esfuerzo creativo.
Lucha
y sufrimiento personal, por tanto, cobran un valor positivo en la sociedad, en
cuanto que añaden una comprensión del sentido trágico de la vida, marcando este
pensamiento luego, toda la segunda mitad del siglo XX en Europa, de la mano de
aquellos pensadores existencialistas y hasta nuestros días, en lo que se podría
denominar “la victoria de la intrascendencia”; y que se suma a la falta ya de
interés por las cosas en general y dentro de la sociedad del momento: ese gusto
por no-ser, y desprecio por todo, que vemos reflejado en el aburrimiento, el
absurdo y las ganas de no hacer y estar en nada, donde uno de los temas
filosóficos y científicos prevalecientes fue (y sigue siendo) precisamente esa
idea de La Nada (como algo que es). Tanto así, que uno de los textos
filosóficos más representativos del pensamiento filosófico europeo, habla y
remite precisamente a la Nada. ¿Qué es metafísica? (Heidegger) cuyo
entendimiento, en tanto a entorno y pensamiento, de aquel momento, puede darnos
a entender o permitir hacernos una idea sobre la preeminencia del pensamiento a
partir de la Nada: una Nada reconocida y reconocible en aquellos días —y tan
presente como el dolor—en la devastación existente en toda Alemania y Europa,
siendo luego a partir de esa experiencia, de la que el alma angustiada esperaba
diese esta a luz la posibilidad de algo.
El
existencialista, e por tanto, un individuo (para sí: auténtico) que reconoce su
finitud y afronta la muerte con valor y suma dignidad (sentido último de ser y
tiempo). Su existencia es un esfuerzo de hacerse más individual y menos
mero miembro de un grupo (o la masa: en Ortega), "el Uno" en
Heidegger, que presentaría su dimisión como rector el 21 de abril de 1934, un
año después de haber accedido al cargo. Tampoco aceptó el nombramiento como
rector en Berlín. En uno de sus Cuadernos negros, Heidegger explica: «Dejo mi cargo a disposición porque ya no es
posible ninguna responsabilidad. ¡Vivan la mediocridad y el ruido!»). Al
mismo tiempo se trasciende la universalidad —el hombre "en
general"—en favor de una mayor individualidad, o sea, el "hombre de
carne y hueso" de Unamuno.
Pero,
y si bien interés por la nada y por el nihilismo, sitúan igualmente a Heidegger
y Nietzsche ―sálvense diferencias— en la prolongación de una tradición
filosófica (Nihilista) que se remonta a Jacobi, de igual forma hay otra
tradición filosófica, todavía más lejana, como nos recuerda Remedios Ávila
Crespo (Pensar la nada, 2007) y que estos dos pensadores prolongan también,
donde encontramos aquel interés primero por el problema de la Nada. Una
tradición, que desde Parménides (o deberíamos decir “Parmeneides”) y luego Gorgias, pasando por Scoto, Eckhart,
Dionisio, Juan de la Cruz, J. Beihme, Angelus Silesius, Leonardo da Vinci,
Francisco Sánchez, y que llega hasta Schelling; y donde prevalece, todavía hoy,
aquella interrogación que ha constituido uno de los núcleos de la filosofía: «
¿Por qué hay algo más bien que nada? Pues la nada es más simple y más fácil que
cualquier cosa», (Leibniz ―De Los
Principios de la Naturaleza y la Gracia). Pregunta esta, por cierto, que
parece luego quedar al margen del pensamiento de Heidegger por alguna razón (me
entenderán, seguro) pensando no ya ¿Por qué hay algo?, o ¿Por qué hay algo más
bien que nada?, sino y a mi modo de ver y entender, cambiando, pero sin
expresarlo abiertamente el signo de la pregunta: avocándose de cabeza a la
Nada, en lo que podríamos llamar, un ¿y
por qué no la nada?, cuestión, por cierto, que se plantean sutil, o no tan
sutilmente, hoy muchos, entre ellos “filósofos” (profesores y estudiantes de
filosofía) tal y como se deduce de innumerables escritos, haciendo oídos
sordos, como el mismo Heidegger hiciese de sí mismo (inicio de ¿Qué es
metafísica?: preguntarse por la nada) o del mismo Parménides que ya advertía de
lo infructuoso del asunto, lanzándose a la Nada: y otros ahora le vayan detrás.
Cuando de cierto, se trata de una pregunta que, como ya advirtiera el mismo
Heidegger: no solo parece absurda, sino que lo es, pues no sobrepasa los
límites de la lógica y del sentido común, sino que carece por completo de toda
lógica y sentido común. Como tampoco entiendo, o me cuesta muchísimo entender,
que la angustia sea la respuesta a la llamada de una Nada “que no existe”.
Quizás e incluso peor que el nihilismo sea, más que en negarse a ver y
escuchar, luego esforzarse a escuchar y aprender, y hacerlo a partir de la
Nada. Pues nada hay de la Nada y en la Nada para el hombre, sino una inmensa
oscuridad.
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